No fue impactante como pronosticó Víctor Fernández con esa sonrisa pícara de quien sabe que el pez ha mordido ya el anzuelo. Lo superó. Fue emocionante, extraordinario, imponente. El Real Zaragoza estuvo a la altura de Shinji Kagawa, simpático, sorprendido y risueño durante toda la mañana, un icono del fútbol japonés, jugador de gran altura en Europa hace varias temporadas en el Borussia Dortmund, una empresa en sí mismo y un tremendo aglutinador de masas.

El club consiguió generar un ambiente estupendo especialmente sobre el césped de La Romareda, darle singularidad al acto, distinción y alcance emotivo. Reunida en un número que bordeó las 7.000 personas, la afición brilló con esa luz tan poderosa de los últimos años: la atmósfera que se dibujó en el estadio fue espectacular. Un día para el recuerdo y para disfrutarlo en carne viva.

La Kagawamanía se ha desatado en Zaragoza. Todos los calificativos caben. La puesta de largo del japonés fue lo nunca visto: grandiosa, sensacional, casi alucinante. La expresión más pura de un sentimiento azul y blanco de intensidad profundísima en estos tiempos, de un modo muy diferente a décadas pasadas pero quizá de manera más natural que nunca. El zaragocismo es hoy toda una religión en la ciudad. Con esa fe se sigue detrás de su estela, con esa fe las razones de la razón quedan aparcadas a un lado.

Mientras esté en Segunda, del Zaragoza siempre se espera lo mismo: el ascenso. Kagawa se aventuró: «Vamos a subir a Primera». De lo que su sola presencia genera desde el punto de vista social ya tenemos buena prueba. Ahora toca lo más importante. Conseguir que su rendimiento en el césped esté a la altura de las gigantescas expectativas que ha levantado. O, como mínimo, al nivel suficiente para llevar al Zaragoza a la tierra prometida.