Citando la frase del príncipe Felipe, cuando le concedió en el año 1996 el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, Adolfo Suárez era "una persona dotada de flexibilidad, de diálogo y de entendimiento, amor a la libertad, respeto a las ideas ajenas, mucho coraje y no poca capacidad de persuasión. Hacía falta alguien que, además de reunir estas infrecuentes virtudes, pusiera la vida en el empeño. Adolfo Suárez hizo posible lo que muchos tratadistas políticos habían considerado imposible". Quienes en principio dudaron de Suárez, no contaron con una de sus cualidades más decisivas: el valor. Con valor, se convirtió en el gran artífice de la transición, abrió el país a las libertades sin derrumbar el edificio del pasado, legalizó al partido comunista, impulsó la redacción de una nueva Constitución, convocó unas elecciones generales y en definitiva llevó la nave del estado a buen rumbo.

Con valor, Suárez decretó la amnistía para los presos políticos, impulsó decisivamente el Estado de la Autonomías, realizó profundos cambios en la sociedad española, como la reforma fiscal, la de la Administración militar del Estado, la del derecho de familia y la del sistema de concertación económica, sindical y laboral.

Suárez fue un estadista más que un hombre de partido. Se empeñó en ser el presidente de todos los españoles, por encima de partidismos, enfrentándose incluso a algunos sectores de sus propias filas. Utilizó el diálogo en vez de la imposición. Fue un gran negociador, apostó decididamente por la vía del consenso y supo ceder en todo lo accesorio para conseguir los objetivos esenciales. Y, por encima de todo, mantuvo una completa lealtad al rey Juan Carlos, que le había confiado esta delicada misión.

El valor de Suárez fue su forma de entender el patriotismo. Por amor a su país aceleró el cambio político hasta más allá de las expectativas. Y por amor a su país, dejó el poder, porque no quería convertirse en un signo de contradicción.

Amaba a España con audacia y valentía, y ese es el mejor legado que nos deja.