El refranero español es muy sabio, y el que encabeza estas líneas podría aplicarse perfectamente a la actual epidemia de covid-19. Han pasado 10 meses desde que se notificó en China una enfermedad producida por SARS-CoV-2, un nuevo coronavirus. Al principio lo vimos como un problema localizado en Asia que aquí no llegaría, y cuando llegó antes de lo esperado nos encontró sin un plan de contingencia.

Al principio se tuvieron que tomar medidas drásticas para evitar el colapso sanitario. Entonces la información sobre la enfermedad era escasa y poco fiable, la capacidad diagnóstica reducida, con escasez de equipos de protección individual, sin protocolos terapéuticos consensuados…

En ese escenario se optó por cortar por lo sano y el 15 de marzo se impuso un estricto confinamiento que fue progresivamente «ablandándose» hasta que finalizó el 21 de junio. Quizás ese es uno de los primeros errores cometidos: las restricciones se levantaron demasiado rápido y con criterios mal definidos, desaprovechándose una ocasión de oro para minimizar la incidencia.

Durante esos meses hemos aprendido mucho sobre la prevención de la covid-19. A nivel primario, evitando la infección con programas de detección precoz del virus y medidas de bioseguridad para cortar la transmisión por contacto con fómites (lavado de manos y desinfección de superficies), y a través del aire (distancia física entre personas, uso de mascarillas y ventilación de espacios cerrados).

Otro de los grandes errores cometidos es la tardanza en reconocer la importancia de la transmisión por aerosoles, de la que ya habían advertido los veterinarios con experiencia en otras coronavirosis animales.

Y ya que estamos, también ha sido un error prescindir de la experiencia de los veterinarios en el control de epidemias causadas por agentes infecciosos en general, y por coronavirus en particular. Ya avisamos de que los coronavirus son complicados de tratar, siguen un patrón estacional, inducen inmunidad poco duradera, se producen reinfecciones y las vacunas no siempre funcionan bien. La estrategia One Health ha sido completamente olvidada por los responsables sanitarios.

El segundo nivel es evitar la enfermedad, y aquí se han depositado todas las esperanzas. Asistimos a la carrera más rápida y competida de la historia para lograr una vacuna; pero muchos pecan de excesivo optimismo y apuestan todo a esa carta, descuidando el resto de medidas.

Y el tercer nivel corresponde a los tratamientos para eliminar síntomas o reducir su gravedad. Los clínicos han hecho grandes avances en protocolos terapéuticos. Sin embargo, hemos sufrido varias decepciones con tratamientos aparentemente efectivos como la hidroxicloroquina y, más recientemente, el remdesivir.

Hemos llegado al otoño sin vacunas y sin tratamientos efectivos, y con un sistema de recogida de datos epidemiológicos con bastantes deficiencias. Ahora toca aplicar eficientemente el resto de medidas: rastrear y diagnosticar, reducir contactos interpersonales, hacer actividades al aire libre o en espacios bien ventilados y usar mascarillas homologadas de forma correcta.

Las expectativas son peores que en primavera y verano cuando el coronavirus jugaba en campo contrario y tenía al clima en su contra; ahora juega en su campo y toca esforzarnos para que no nos gane el partido, que se nos va a hacer muy largo.