Enfrentarse a la muerte de un ser querido causa heridas terribles que nunca se cerrarán. No, nunca se cerrarán. La vida nunca volverá a ser lo mismo, y ese es un hecho que la tercera película de Kenneth Lonergan entiende mejor que ninguna otra que usted recuerde sobre la pérdida y el luto. Y mientras lo hace, derrocha dolor y resignación y humor negro y a ratos una combinación imposible de todo eso para dejarnos claro qué ridículo es que, enfrentada a algo tan traumático, la vida siga. No es fácil recomendar Manchester frente al mar, pero no porque nos hunda en la miseria -se cuida mucho de no hacerlo-, sino porque al explicarla todo elogio se queda corto.