Hace ya diez minutos que el tren tenía que haber salido y todavía estamos 20 personas en el andén esperando a que asome por el túnel que le trae desde la estación Goya. Por delante, 311 kilómetros y, en teoría, algo menos de cinco horas de viaje. O lo que es lo mismo, para que nos entendamos, media temporada de la última de House of cards. «¡Menos mal que Netflix permite descargar los capítulos para verlos sin conexión!», pienso justo cuando llega el tren. No es el temido tamagochi ya que para ir hasta Valencia, se habilita un modelo más nuevo, el S-599, pero tampoco parece el más cómodo para un viaje de, como dice mi billete, media distancia, sí, pero de larga duración.

Es viernes y unos 20 viajeros subimos al tren en la estación Delicias. Como no se llena tienes la ventaja de buscar dos asientos que estén libres para poder estar más cómodo. Suficiente para estirar las piernas y sacar el libro (Tan poca vida, de Hanya Yanagihara), el móvil no hace falta acomodarlo ya que lo llevo siempre a mano.

ESPEJISMO DE VELOCIDAD

Arranca el tren y cuando sale de Zaragoza atravesando Plaza parece que empieza a coger velocidad pero es un espejismo porque pronto empieza a perderla para detenerse en la primera estación (el trayecto se para hasta en 17 lugares distintos) del recorrido, Arañales de Muel. Esa va a ser una de las constantes del viaje, que cuando el tren parece que empieza a llevar ritmo le toca detenerse. Uno siente curiosidad por la velocidad que puede coger el tren así que observa con cierta alegría como también existe una pantalla que la va marcando... bueno, a veces... Vamos a 159 kilómetros por hora (la punta de velocidad más alta que acierto a ver) pero enseguida empezamos a perder fuelle hasta casi quedarse parado y el dato, como por arte de magia, desaparece.

El tren atraviesa uno de esos tramos en los que apenas pasa de los 30 kilómetros por hora, el del famoso espot en el que el tractor adelantaba al ferrocarril, y parece como que el mundo estuviera detenido al mirar por la ventana. Desde luego, nadie diría que vas a bordo de un tren.

Llega el momento de estirar las piernas (tampoco mucho porque el tren lo que se dice muy largo no es) y empiezo a oír golpes en un vagón intermedio donde está el baño y la máquina de vending (no, no hay cafetería ni bar ni nada que se le parezca) donde mucha comida que alimente no hay. Me encuentro a un joven dándole golpes a la puerta del baño y cuando le miro con curiosidad me dice: «Nada, que se ha vuelto a estropear la puerta del baño y no abre, a ver si encuentro al revisor...». «Pues estamos apañados», pienso. Ahora mismo habrá unas 30 personas en los vagones.

El tren acumula ya más de 15 minutos de retraso ya que ha tenido que pararse en la estación de Calamocha Nueva a esperar a que se cruzara con el tren que hacía el camino inverso. Las ventajas de tener una sola vía (¡y qué vía!). Pasa el revisor a comprobar los billetes y asiente cuando los viajeros se le quejan y con cara de hastío les comenta: «A mí me lo van a decir que vivo aquí en esta zona...».

Parece que se está recortando el retraso acumulado pero, ¡oh sorpresa!, de repente, en Mora de Rubielos, se empiezan a acumular los minutos con el tren parado (hasta más de 20). Llega el que está realizando el recorrido inverso y se produce el cambio de maquinista en el convoy en el que estoy viajando.

Ya hemos atravesado los tramos de 30 kilómetros por hora y el tren coge, más o menos ritmo. Ya estamos en la Comunidad Valenciana. La Estación del Norte está más cerca. Hago la cuenta. 311 kilómetros en cinco horas. Es decir, una media de 62,2 kilómetros por hora entre la tercera ciudad de España y la quinta. Siglo XXI.