Tenía el presidente del Gobierno aragonés, Marcelino Iglesias, cara de haber dormido bien estas noches, mecido por benéficos sueños optimistas y confiado en la virtud de la prudencia. Cabe imaginar que el político más afortunado habido por aquí en los últimos treinta años haya sufrido en algún momento la tentación de irse hacia arriba, de dejarse llevar por un golpe de pasión o un rasgo de genialidad; que en sus oídos hayan sonado los ecos de los claros clarines del triunfo, imaginando por un momento que se convertía al fin en un barón de su partido, en un referente obligado de la vida política española... Si ha sido así, don Marcelino ha sabido sujetar su ambición con mano firme, ha bajado a tierra, ha recuperado su proverbial cautela, ha renunciado a las pompas para no desafiar a los caprichosos dioses. Y ayer se presentó tranquilo y sosegado ante sus señorías y leyó un discurso pulido y repulido, previsible y correcto, a mil años luz de todo conflicto, ortodoxo, ceñido a las cifras macro y a los proyectos micro, ni muy vago ni muy concreto; un discurso, en fin, de cota intermedia . Tenemos un presidente que es un santo varón y que ya prepara el terreno para su tercera legislatura.

Acudió Iglesias al debate con vestimenta clásica aunque no rancia, una barbita postveraniega ni rala ni hirsuta, abrió su cartera de cuero, sacó los cuarenta y cuatro folios que contenían su intervención, calzose gafas sin montura y leyó sin aspaviento alguno, complementando ocasionalmente el texto con aclaraciones de obvio tinte didáctico. Ni subidas ni bajadas en el tono de su voz, ni ironías ni advertencias. En hora y cuarto de parlamento no fue interrumpido una sola vez por los aplausos y, al finalizar, sus palabras fueron acogidas con una ovación estrictamente protocolaria. Ni la oposición ni los socios ni los colegas tuvieron ocasión para sobresaltarse, aunque en los escaños del PP se fingió por un momento cierta reacción, no menos protocolaria, cuando el sosegado orador mencionó en el activo de su gestión el aumento en más de cien mil de los afiliados a la Seguridad Social, logro que los conservadores, naturalmente, consideran que es mérito exclusivo de los gobiernos de España que presidió José María Aznar.

EL PRESIDENTEIglesias llegaba a este debate en un gran momento. Desde hace cinco años, los acontecimientos no han dejado de favorecerle. Repite mandato, ha logrado coronar con éxito su apuesta antitrasvasista, ha visto cómo el PP aragonés retrocedía sin remedio, ha ayudado a que su partido recuperase con solvencia el Gobierno de España, le cabe presumir de haber llevado a cabo una gestión sin estridencias basada en la ortodoxia financiera y el equilibrio contable... o sea, que bien podía haber pensado en iniciar este curso político hermanando la cautela con la audacia y adornando su descripción del estado de la comunidad con algún recurso mítico y alguna propuesta rompedora. ¿Acaso no le había llegado la hora de salir a la palestra para mostrarnos a todos que Aragón quiere salir del anonimato?

Pero todo esto hubiera sido salirse del tiesto. Quería don Marcelino solventar con aseo y diligencia este debate a la vuelta de vacaciones, sin alharacas ni sorpresas. Por eso la fontanería del Pignatelli ha trabajado durante semanas con gran diligencia para preparar un discurso, el pronunciado ayer, que describiese Aragón en positivo y dejase a la ciudadanía consolada y con una tibia ilusión; un discurso que obviase los problemas, que pasara de puntillas por los fracasos; es decir, un discurso destinado a vender más continuidad y a ponerle un suave ruido de fondo, como un murmullo relajante, a la mayoría social de esta región que sólo desea seguir viviendo bien sin complicarse demasiado la vida.

Iglesias tiene algunas estrategias, sin duda. Pero se las lleva entre manos, si no con secretismo sí con extraordinaria discreción. Todo llegará en su momento. ¿Dificultades? Si las hay no parece conveniente difundirlas a los cuatro vientos. Tampoco es necesario agobiar al actual Gobierno central ni ponerle condiciones o pegas al debate sobre el modelo de Estado ni irrumpir en la discusión sobre financiación autonómica con reclamaciones exageradas. El presidente del Gobierno aragonés tiene, a diferencia de cualquiera de sus predecesores, suficientes terminales en Madrid como para mantener a distancia cierto control de lo que se cuece en la Villa y Corte. Ya hará lo que pueda entre bastidores.

ALGUNOS osados esperaban que Marcelino Iglesias se dejase arrastrar por la euforia y, además de felicitarse por lo bien que administra Bandrés los presupuestos y el estupendo porvenir de PlaZa, llegara a describir otras líneas estratégicas y a proponerles a los aragoneses nuevos e intensos desafíos colectivos. Pero el presidente es un hombre reposado que conoce a su parroquia y quiere seguir conservando su buena suerte porque está convencido de ésta que no es tanto fruto del azar como del trabajo, de la discreción y de saber soslayar los puntos críticos apelando a las buenas palabras y al diálogo, si quiera sea un diálogo precocinado que asegure el final feliz. José Luis Rodríguez Zapatero, el actual jefe del gobierno español, quiere usar estas mismas tácticas para reconducir a España por las sendas de la modernidad hacia una nueva frontera . Iglesias, más humilde, sólo aspira a mantener la continuidad.

Por todo esto y porque la política aragonesa es como es, el discurso de ayer vino a ser un primer trámite resuelto con austeridad conceptual y ese tradicional positivismo metafísico que ahora tiene más sentido porque efectivamente hay una serie de cosas que van mejor. Hoy vendrá la segunda parte, con la intervención de los grupos y el debate propiamente dicho. Seguro que el presidente se guarda para este momento algún golpe de efecto. Eso sí, sin caer en el pecado de la vanidad.