El cántaro de la lechera suele llevar kriptonita en Aragón. Por eso el cuento acaba con vacas pastando donde alguien visualizaba una estación de esquí o con ovejas paciendo donde el oráculo situaba el mayor complejo de casinos y hoteles de Europa.

El proyecto de Castanesa era ilegal. Lo ha dicho el Tribunal Superior de Justicia. Y el de Gran Scala, quimérico. Y así, esta claro, no hay manera: los grandes planes de futuro de la montaña y del llano se caen. Eran algo sublime: concepciones mentales de admirable grandeza --por las dimensiones-- y sencillez --por la facilidad con la que se incrustaron en el imaginario colectivo--.

Ese carácter sublime es también una verdad inapelable. Ahora que los tribunales y el tiempo han emitido sus sentencias cualquiera puede decirlo sin temor a ser señalado. Hace unos años, dudar en público de que iban a materializarse era convertirse en reo de herejía para la nomenklatura del momento y sus corifeos.

Aunque tampoco han sido iniciativas completamente negativas ni frustrantes. En ambos casos, cuando el cántaro de la lechera se rompió, la pedrea ya estaba repartida y cobrada. Unas decenas de vecinos de Ontiñena que se repartieron más de un millón de euros en señales siguen siendo los propietarios de sus tierras. Y buena parte de los de Montanuy tienen en sus cuentas los 36.000 euros que cobraron por cada hectárea de prados y eriales a la espera de otros 204.000 que nunca llegarán pero tampoco echarán en falta.

Y tampoco fueron proyectos del todo aburridos. Alguno podría calificarse incluso de nutritivo. Varios cientos de personas pueden vanagloriarse de haber participado, el 12 de diciembre del 2007, en la mayor merendola que jamás se vio en Aragón: aquel convite de 180.000 euros servido tras la espléndida presentación de Gran Scala nada menos que en la Sala de la Corona, el salón noble del Pignatelli.

Aragón es así: mientras pisa añicos de cántaro, sueña con atravesar el Pirineo por un agujero y se atormenta porque un tubo va a llevarse el Ebro.