Madrid se despertó ayer en el infierno. El horror, la locura, el dolor, la rabia se abatieron sobre la ciudad cuando ésta aún se desperezaba. El golpe fue terrorífico, macabro, dantesco, escalofriante, desolador, inhumano: la mayor matanza terrorista de la historia de España.

Cadáveres carbonizados; cuerpos horriblemente mutilados; miembros y órganos humanos diseminados en los andenes de las estaciones, en las calles adyacentes, incluso en los tejados de los edificios; heridos ensangrentados; alaridos y lamentos de dolor y de conmoción... Una pesadilla demencial, envuelta en el caos y el pánico, es lo que encontraron las primeras personas que acudieron en auxilio de las víctimas en las estaciones de ferrocarril de Atocha, Santa Eugenia y Pozo del Tío Raimundo.

"Había restos humanos por todas partes. Aquí una cabeza, allí un brazo, un cuerpo decapitado más allá...". Un policía municipal describía horrorizado el apocalipsis que halló en la estación de Pozo. La desolación también se asomaba a los ojos del panadero Antonio Teba, una de las primeras personas que llegó a socorrer a las víctimas en ese apeadero. "Se me han muerto varios en las manos", decía el panadero con el rostro ensombrecido. "Cuando entré en el vagón, todavía en llamas, vi a un niño ardiendo vivo. Había cuerpos mutilados, muchos estudiantes, trabajadores jóvenes...".

Por segunda vez

La panadería de Teba está a 100 metros de la estación, en el barrio del Pozo del Tío Raimundo, quintaesencia del Madrid obrero y rojo. Antes, el panadero tenía su negocio en Vallecas, pero se mudó a raíz del atentado que ETA cometió en ese barrio en 1995. Hubo seis muertos y él lo vio todo. Quiso poner tierra de por medio, pero el horror le siguió los pasos hasta darle alcance. Fue ayer mismo cuando se presentó de nuevo ante sus ojos. "Ha sido horrible, horrible...".

Luis Miguel Hernández, un jardinero municipal, llegó al infierno con Teba. Con ayuda de otros voluntarios, arrancaron los bancos rojos de la estación para improvisar camillas para los heridos. Horas después de la explosión, aún impresionado, el jardinero no lograba arrancarse de la pituitaria, o del cerebro, o del corazón el olor a "carne quemada". "Los pasajeros del tren que podían valerse de sus piernas huían a toda prisa. Entre ellos, corría una mujer con el pelo ardiendo". Tampoco conseguía Hernández apagar en sus oídos el eco de los gritos, los lamentos, las súplicas de los heridos atrapados en el amasijo de hierros retorcidos e incandescentes.

Ni en Colombia

La colombiana Enma Luz iba hacia su trabajo en un autobús que pasó junto a la estación en el momento de la explosión. La calzada quedó sembrada de miembros y pedazos de carne que fueron arrollados por los vehículos. "En Colombia hay mucha violencia, pero yo nunca había visto nada igual", repetía conmocionada.

En la estación de Atocha, dos horas después de las explosiones, Isabel no recordaba cómo había llegado desde las vías a la calle. Lo que sí recordaba era la angustia que se apoderó de ella: "Horrible, horrible. Todos intentábamos salir del tren y nos pisábamos unos a otros". La mujer tenía una herida en la nariz y la cabeza acribillada de cristales. Nada grave, excepto en el ánimo. Ahí sí que le habían hecho daño de veras.

Josué Lillo, un trabajador de Telefónica de 41 años, tenía media cara ensartada en cristales, un brazo roto y la ropa hecha jirones. "No sé si existe el infierno, pero creo que he estado allí", decía.

Guerra o genocidio

"Esto sólo se ve en la guerra", repetía Aníbal Altamirano, un inmigrante ecuatoriano que iba a trabajar en uno de los dos trenes atacados en Atocha. El jefe de Bomberos de Madrid, Juan Redondo, compartía la opinión de Altamirano, y agregaba:

"O en un genocidio".

Otro jardinero municipal fue la primera persona que acudió en ayuda de las víctimas en la estación de Santa Eugenia. Estaba trabajando a poco más de 50 metros del infierno. Nada más oír la explosión, echó a correr hacia el apeadero. "Era horripilante. No llegué a entrar en el vagón; me centré en ayudar a los heridos ensangrentados que lograban salir de allí", relataba unas horas después, aún tembloroso.

Los habitantes del edificio de 72 viviendas que hay frente a la estación de Santa Eugenia, en la calle de Castillo de Aza, fueron desalojados a los pocos minutos. Muchos salían llorando de sus casas, algunos aún en pijama. Otros ciudadanos se agolpaban ante la estación en busca de familiares que viajaban en tren a esa hora. Una mujer, presa de un ataque de nervios, buscaba a su marido. Le había llamado al móvil al enterarse de la noticia. Alguien había descolgado el teléfono de su pareja, pero no era él, sino una voz desconocida la que le dijo antes de colgar: "No, señora, no soy José".

En la estación de Pozo, Paqui, una enfermera de una residencia vecina, relató a Efe que, en medio del horror, "no paraban de sonar los móviles de los muertos". Sus familiares, como la mujer de Santa Eugenia, intentaban en vano encontrarlos con vida. La enfermera llegó a ver cadáveres o restos humanos sobre el tejado del apeadero.

En Atocha, enfermeros y voluntarios se concentraban en los primeros momentos en atender a los heridos que perdían sangre: no había medios en esos momentos para explorar y evaluar posibles fracturas o heridas internas. Tras las explosiones, los ciudadanos que había en los andenes huyeron despavoridos del lugar.

Muchos de ellos dejaron allí mismo sus bolsos y mochilas, que luego hubieron de ser examinados uno por uno por los artificieros de la policía por si alguno de los bultos contuviera más explosivos.

Pánico, horror, barbarie. Pero también solidaridad y entrega de cientos, miles de voluntarios que acudieron en auxilio de los heridos o formaron larguísimas colas en los tres puntos de donación de sangre habilitados en la Puerta del Sol, en la plaza Becerra y en la de Castilla.

En la Puerta del Sol, los donantes empezaron a amontonarse antes incluso de que el personal sanitario estuviera preparado para realizar las extracciones de sangre. "Es el mínimo gesto de solidaridad que puedo hacer", decía Enrique, un estudiante de periodismo. Sonia se dio de bruces con el infierno desde la terraza de su casa, en Atocha. Sufrió un ataque de ansiedad y su marido le rogó que no bajara. "¿Cómo no voy a bajar? ¿No ves que hay gente muriendo en nuestras calles? Los heridos necesitan mantas y agua", replicó la esposa.

Frente a la estación del Pozo del Tío Raimundo hay un testigo mudo del horror. Al pie de la estatua del cura comunista Llanos, símbolo de lucha antifranquista en ese barrio obrero, reza una inscripción: "Soñamos con un mundo unido sin otra soberanía que la del pueblo universal. No hacer daño jamás, jamás a nadie".

Este reportaje ha sido elaborado con informaciones de Margarita Batallas, Raimundo Castro, Mercedes Jansa y Luz Sanchís.