Embelesadas contemplaban todas las Españas --más una parte nada desdeñable de la humanidad foránea-- la boda real. Mientras, aquí y allá, algunas bandadas antimonárquicas enarbolaban la tricolor republicana. Solas, solitarias, manifestaban su santa, aunque laica, indignación ante el evento. Con el respeto debido a su conmovedora buena fe, habría que recordarles que no hay en el mundo orden político sin escenificación mística de su poder ni apoteosis teatral de su gloria.

Cierto es que, en las democracias liberales, la austeridad civil ahoga la barroca exaltación de la gloria dinástica. Para ese trasiego nada hay como una buena monarquía. Estas, desde la del Pontífice Máximo hasta la del más humilde reyezuelo en el Africa silvestre, juegan con ventaja. Controlan y administran su carisma. Obtienen pleitesías. Embelesan al pueblo. No hay fuerza humana que no sucumba ante tal liturgia.

Estas son verdades perennes que nadie ni nada va a cambiar. Son arcanos cotidianos que se hacen comprensibles sólo a través del teatro, del icono, de la procesión. Aunque truene y se abran los cielos sobre la obediente multitud. ¿Quién, oh dioses inmortales, habló de la rebelión de las masas? ¿Qué sociología elemental sabría el madrileño filósofo cuando especuló sobre ese temible levantamiento? Tendría que haber visto su propia Villa y Corte hace unos días, en orden y concierto, deslumbrada por sus señores. O tendría que haber contemplado la codicia desatada del día siguiente, con gentes a la búsqueda de un trocito de alfombra roja, fetiche arrebatable.

Nada más lejos de mí que suponer que en el fondo todo es lo mismo, y que la boda de la Almudena es sólo una expresión, hoy, de algo atemporal, incapaz de mudanza. Ese elemento perenne existe, y es fundamental. Pero hay otros, nuevos, que merecen nuestra atención. El primero es que la boda es mediática, y que lo es en un sentido de mucho mayor alcance del que tuvieron otrora los casamientos imperiales, reales o principescos. Pero ser mediático entraña mudar de significado.

Esta boda es ya plena y abiertamente posmoderna. Para empezar se concibe exactamente como lo que no es. Es morganática, ciertamente, dada la plebeya condición de la consorte, pero ello no responde a esa repetida afirmación popular de que Su Alteza podía casarse por amor con quien quisera. Naturalmente que sí, pero según la lógica constitucional del Reino del que tenemos la suerte de ser súbditos, esa elección es privilegio de ciudadanos, e incluso de un hipotético presidente de república, mas no de un miembro de la realeza so pena de romper los criterios de lo feudal. (El rey Eduardo de Inglaterra, en ejercicio de su albedrío, casó con divorciada, plebeya y yanqui, y abdicó.) No se puede modernizar el feudalismo más que si deja de serlo.

Algún distinguido periodista europeo dijo, cuando un accidente muy desgraciado se llevó a la princesa Diana en 1997, que el culto moderno a los famosos (las celebrities ), que son sólo famosos por estar de fama henchidos, y por nada más, era incompatible ya con la mística que la Monarquía requiere. Se equivocó. El advenimiento de lo posmoderno pide, precisamente, la metamorfosis de la Monarquía en representación permanente de sí misma. Antaño el inalcanzable monarca aparecía sólo de cuando en vez en el espacio público, imponía sus manos sobre las cabezas de algunos de sus vasallos. La inmensa mayoría de ellos jamás lo verían. Ahora en cambio, la suprema magistratura, así como toda su familia, transformada en familia paradigmática (en tiempos en que la familia tradicional se hunde, se esfuma, se va) debe rendir tributo a la imagen legitimadora del orden.

Ingenua, candorosamente, creo que el espíritu de servicio y el sacrificio sí son parte hoy en día de la función monárquica. Sólo un demente puede ignorar la entereza y dignidad de don Juan Carlos, y no sólo en febrero de 1981. Su respeto puntilloso a la Constitución es profundo y probado. Lo que pueda acaecer a su heredero nadie lo sabe. Sucesos dramáticos aparte, la UE se encargará andando el tiempo de socavar soberanías, como lo está ya haciendo, y confinar a los monarcas que quedan a reinos semisoberanos. Pero, procesos políticos aparte, los que más profundamente afectarán a la Monarquía serán de índole cultural y social. Es posible que el pueblo, sediento de iconos, metáforas y hasta reliquias de toda suerte, más allá del mero entretenimiento, les guarde siempre un rincón en sus emociones, en su anhelo por poner orden en su visión del mundo y de su propia vida sin que medien análisis fríos y racionales.

Para esos fines nada habrá ya como una Monarquía posmoderna. Una que cortocircuite, como ha entendido el venerable anciano del Vaticano antes y mejor que nadie, la distancia tradicional, el abismo, entre la autoridad suprema y el pueblo llano. Una ceremonia matrimonial posmoderna, en el templo más feo del país, ha logrado, por un momento, transmutar la ciudadanía en pueblo, como era antaño, pero degradándola primero, sin malicia alguna, en mero público. Un público manso, que celebra a sus amos y señores, a sus sacerdotes y a sus encumbrados, y se complace en su servidumbre voluntaria.

Mas por fortuna, vuelven ya a su cauce cotidiano las cosas. Ya vuelve pronto el digno ciudadano donde solía. Por sus fueros.