En los últimos años, la Monarquía española, vista desde el otro lado de los Pirineos, daba la impresión de estar con respiración artificial, sin aliento. Al borde del colapso. Las arterias de Juan Carlos empeoraban y nada parecía detener el declive inexorable de la imagen de los Borbones en la opinión pública. Aventuras amorosas y cinegéticas, varias operaciones quirúrgicas, rumores de cáncer- Juan Carlos, la figura icónica de la transición democrática, había conseguido desacreditar la Corona y dilapidar el capital de simpatía que le quedaba. Su abdicación aparece, pues, como el rescate de una dinastía en peligro.

A diferencia de los ingleses, el inquilino del palacio de la Zarzuela y su familia cometieron un grave error: no actuaron como soberanos de pacotilla y participaron en la vida política y económica. El primero, transformándose en vendedor de lujo de los productos españoles en los países del Golfo Pérsico; la segunda, utilizando su estatus real para sacar réditos monetarios de su influencia en los círculos empresariales. Es sin duda esto lo que les ha llevado a la perdición. El caso Urdangarin, que ha acabado salpicando a la infanta Cristina, es revelador de esta deriva. En una España con seis millones de parados, este clima de corrupción ha empañado definitivamente la imagen de la Monarquía. En este clima, el príncipe Felipe es un socorrista cuya misión es evitar el naufragio de la Corona. ¿Tiene las capacidades para ello? Y sobre todo, ¿España le dejará tiempo para imponer un nuevo estilo, más moderno y también más austero, como la crisis económica exige?

Un pacto obsoleto

Más allá de la reputación de su propia familia, el futuro Rey tiene la difícil tarea de perpetuar el papel simbólico de la realeza, el de garante de la unidad del país. La única pregunta que cuenta es esta: ¿un rey es todavía, en el siglo XXI, el guardián de la cohesión nacional? Hoy, cuando Francia rediseña la organización de su territorio, la cuestión regional aparece en España como crucial. El Rey era la encarnación del pacto político que condujo a la Constitución de 1978 y a los estatutos de autonomía. Su salida es una señal de fin de ciclo: el pacto firmado entre los partidos institucionales y los Borbones ahora es obsoleto. Necesita un importante lavado de cara, una gran limpieza. Sin duda, Felipe VI no podrá escapar a un gran debate nacional sobre esta cuestión fundamental. Hablar catalán o euskera, como él hace, no le bastará para resolver el problema. ¿Cómo renovar el software de la Monarquía en un país tensionado por fuerzas centrífugas, no solo en Cataluña y el País Vasco? Y sobre todo, ¿qué mensaje quiere trasladar el nuevo soberano a un pueblo crecientemente desconfiado hacia la familia real? ¿Y si para apaciguar los espíritus los Borbones estuvieran dispuestos a parecerse a los Windsor y no ser más que reyes de opereta, inofensivos y divertidos? Olvidando definitivamente los fantasmas de la guerra civil...