Llegan las 20 horas y la gente no sabe muy bien qué hacer. Los que están en las terrazas, sobre todo, desorientados por la nueva realidad que de normalidad tiene poco. No se trata de educación ni obediencia, que por ahí la mayoría ha asumido por dónde va la crisis, lo que hay y lo que se espera. Se acerca la hora y los clientes apuran el trago, saben que no hay opción, que la única alternativa es marchar hacia casa. Los perezosos se quedan en los aledaños un rato, algunos se sientan en bancos cercanos, los menos se reúnen en círculos para sacarle el último jugo a la noche temprana. Son las ocho, las 8 de la tarde, cuesta cambiar las costumbres en esa hora de contrastes en que las luces del comercio y la hostelería se van apagando. Hay quien hace cola para coger el bocadillo que se habría comido aquí o allá, que esta vez irá cayendo de camino a casa.

La cresta de la semana en las ciudades suele llegar el viernes por la tarde, cuando la gente se agolpa a la carrera en busca de libertad, ya sea en compras, restaurantes, cines, cerveceo o un simple paseo. Si la tarde se acompaña con lluvia, en lugares como Zaragoza se alcanza el cenit en la zona centro y otros lugares concurridos. Son clásicos los atascos en Gran Vía, Constitución o Puerta del Carmen, con coches más colmados de lo habitual en los que las familias empiezan a disfrutar del fin de semana mientras otros llenan los cinturones de tráfico y colapsan los diferentes portales de la ciudad, ya sea para volver o para escapar. Corre todo el mundo, pero todo el mundo llega. O llegaba. La vida es bien distinta desde ayer, adelanta los relojes dos o tres horas, cuatro o cinco según y dónde. Cambian los hábitos por obligación, costumbres de generaciones que deben cerrar la puerta o no pueden entrar. Y hay concurrencia en la calle, desde luego. Pero menos. No es un viernes más.

Pasadas las 9 de la noche queda poca cosa, algún supermercado apurando sus últimos clientes, un estanco por allá y el esqueleto de las luces navideñas de Azcón que empiezan a asomar en Independencia o la calle Alfonso. Las plazas céntricas que cualquier viernes de temperatura amable suelen estar abarrotadas cambian la algarabía por bloques de sillas y mesas apiladas, encadenadas a este presente tan difícil de digerir.

Los profesionales de la psicología avisan de que este nuevo cambio de hábitos va dejando huellas: la cicatriz económica, el temor al confinamiento que unos convierten en hedonismo y otros resuelven señalando al despistado que lleva la mascarilla a medio poner, los niños que se encierran en su pantalla, los padres que no hallan situación vivida a la que agarrarse para explicar la normalidad que no es. Aparecen nuevas patologías en edades diversas, gente que disfruta las terrazas, otros que ven en los veladores un foco de peligro evidente.

Casi todos lo resumen en incertidumbre. En las tiendas resoplan aun sabiendo que el cierre temprano no es lo que más daño les ha hecho, que el estropicio viene de antes. Llegando a la plaza España a las 7 de la tarde, en el 4 de Independencia crece una larga fila a las puertas de un establecimiento que ha decidido rebajar su ropa un 40%. Cada cual busca una salida. Unos metros más allá, la amplia terraza del Cuarto Espacio, junto a la Diputación Provincial de Zaragoza, asoma en pilas de mobiliario agrupado. ‘Abrimos de 8.30 a 14.30’, reza el cartel. Hay gente pero no es ni parecido. La situación de anormalidad la constata un furgón de la Policía Nacional delante de la Fuente de los Mártires.

Entrando al Tubo, más parecen las 10 de la noche que las 7 y pico de la tarde. «Tengo que cerrar a la hora que suelo abrir», resume fácil un propietario cuando se acerca la hora fatídica y a más de uno le entra la prisa por no perderse la última. No será la penúltima, esto es más al estilo anglosajón, cuando los pubs tocan la campana para anunciar que se sirve la última ronda, que en un cuarto de hora todos tienen que desfilar. La peluquería baja la persiana mientras el camarero advierte con vozarrón inconfundible: «Son las 8, todos a dormir».

La gente paga y se va aunque disimulen remolones por el camino. No es un toque de queda. Faltan tres horas para la prohibición de estar en la calle. Los bares vecinos despotrican contra la última decisión del Gobierno de Aragón, ese plan de rescate que desde las asociaciones hosteleras califican de «frivolidad». La ayuda que Aliaga ofrece como «simbólica» ha sido el último mazazo. «Para papel higiénico», dice el otro mientras los últimos reunidos se repiten una y otra que «para esto, mejor que nos cierren dos meses y se acabe de una vez». Mueven la cabeza de un lado a otro entre incomprensión y temor. Al tiempo pasa una pareja temerosa del grupo que queda. «Vámonos por otro lado, esto es covid».

Son los contrastes del presente que se alargará sine díe. A las 9 de la noche parecen las 12. A las 10 quedan cuatro gatos holgazaneando de camino a casa, parece de madrugada. «Hay más policías que coches», dice una dependienta de un establecimiento de frutos secos mientras al fondo se oye el estruendo de dos persianas cayendo de golpe.