Como el de muchos otros personajes de la historia reciente (Churchill, De Gaulle, Gorbachov), el juicio público sobre Adolfo Suárez (Cebreros, Ávila, 1932) ha estado sometido a vaivenes. Pero en el caso del presidente del Gobierno español que estuvo a los mandos de la transición entre 1976 y 1981, es significativo que la valoración no haya dejado de subir desde que en octubre de 1991 tocara fondo con su abandono de la política activa, tras un nuevo y estruendoso fracaso electoral, hasta ayer, cuando su hijo, Adolfo Suárez Illana, conmocionara al país con el anuncio en la clínica Cemtro de Madrid de que la muerte de su padre es "inminente". Afectado desde el 2005 por el alzhéimer, Suárez ha vivido recluido en su domicilio madrileño y ni siquiera recuerda que fue presidente del Gobierno.

La muerte de Suárez puede producirse en cualquier momento --su hijo, emocionado, habló de un "horizonte de 48 horas"-- tras un nuevo empeoramiento. Desde este anuncio, las muestras de duelo no han dejado de sucederse, en una ola de respeto y reconocimiento a un político que mezcló la astucia y la osadía para que no se esfumara en España el sueño democrático después de la muerte del dictador Franco y de los primeros titubeos del reinado de Juan Carlos I.

LA PRUEBA DEL 23-F Que el legado político de Suárez sea hoy mucho más reconocido por la derecha y por la izquierda que en sus tiempos en primera línea se debe no solo a la compasión que despiertan los enfermos sin remedio. La perspectiva de los años ha puesto más de relieve la enorme dificultad de la operación política que llevó a buen puerto con atrevimiento y con un valor puesto a prueba la aciaga tarde del 23 de febrero de 1981, cuando se enfrentó al pelotón de guardias civiles que secuestraron al Gobierno y al Congreso de los Diputados en pleno.

Hombre escasamente culto, aunque sí muy trabajador y dotado de un gran encanto personal, la vida pública del expresidente es la de un "chusquero de la política", como él mismo se definió. Es decir, como la de alguien que en los primeros años 60 hizo sus pinitos en Ávila y dentro de la única estructura de poder político legal en la dictadura: el Movimiento Nacional, para llegar a presidir el primer Gobierno de la España democrática. Las posibilidades de que un joven provinciano llegara a las más altas cotas del poder eran en la España franquista muy escasas, salvo para alguien despierto, ambicioso y con un padrino como el que Suárez encontró en el entonces gobernador Fernando Herrero Tejedor, que llegaría a la secretaría general del Movimiento en las postrimerías del franquismo. Fue Herrero quien introdujo a Suárez en la entonces todopoderosa Televisión Española, Eso le permitió conocer al entonces príncipe Juan Carlos y establecer con él una complicidad que cristalizaría en la transición.

A partir de ahí, la historia es muy conocida. Pero aun hoy sorprende la vertiginosa aceleración histórica que se produjo desde que Suárez fue designado presidente del Gobierno (3 de julio de 1976) hasta las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977. En ese plazo, se aprobó la amnistía a los presos políticos, fueron legalizados partidos y sindicatos (con mención especial al PCE, la bestia negra del Ejército español), fue liquidado el Movimiento Nacional y se organizaron las primeras elecciones libres en España desde la República. Una actividad frenética en menos de un año y en medio de una brutal escalada terrorista y las presiones involucionistas de una parte significativa de las Fuerzas Armadas.

La capacidad de desplegar un diálogo cara a cara con dirigentes de todas las ideologías (desde Santiago Carrillo a Josep Tarradellas, desde Felipe González a Marcelino Camacho) marcaron un estilo osado de hacer política que, visto en perspectiva, era el único posible. La transición se hacía así, o no se hacía.

'ANATOMÍA DE UN INSTANTE' Revalidado, y esta vez sí, de manera democrática, como presidente del Gobierno, Suárez trató de enderezar el rumbo de la economía (Pactos de la Moncloa, octubre de 1977), golpeada por la crisis del petróleo, mientras favorecía las reformas sociales (divorcio, libertad de prensa, derecho de huelga) y orientaba el debate constitucional. Lo hizo desde la Unión de Centro Democrático (UCD), su gran invento y su posterior calvario.

La UCD fue, más que un partido, una amalgama de personajes de ideologías más o menos reformistas que se apresuraron a copar el poder tras el cerrojazo al viejo régimen. Los barones de aquella UCD despreciaron a Suárez y le hicieron, literalmente, la vida imposible. La implacable oposición de izquierdas y el malestar de los militares hicieron el resto del trabajo en la erosión de una figura política prematuramente quemada. El discurso en el que presentó la dimisión, transmitido al país por TVE, mostró a un presidente destruido, con un lugar en la historia, pero abruptamente expulsado de la política del día a día.

Sin embargo, todavía tuvo Suárez la oportunidad de dar lo mejor de sí mismo. Fue en ese instante, magníficamente reseñado años después para la literatura por Javier Cercas en Anatomía de un instante, en el que el presidente se enfrentó a la turba de uniformados que intentó dar un golpe de estado ultraderechista. El presidente siguió sentado en su escaño mientras los guardias civiles disparaban al aire en el hemiciclo del Congreso. La democracia no se había inclinado ante la barbarie. Ese es el mejor legado del hombre hoy admirado que se apaga.