Florín, un vecino del barrio rural zaragozano de Alfocea, lleva dos años viviendo en una casa cercana al río con su mujer y su perro, Negro. El viernes pasado, cuando la crecida del Ebro se acercaba a la zona de manera inminente, tuvo que marcharse de allí por el riesgo de inundación. Desde entonces, y hasta ayer, no había regresado para conocer si la crecida llegaba hasta su casa. «Tengo temor, bastante. He subido las cosas lo más alto posible. Pero si entra el agua, todo se va a quedar destrozado», se lamenta este vecino que, además, realiza desde hace dos años labores de reforma: «Si llega el agua me va a destruir estos dos años de trabajo».

El efecto de la riada cortó desde la madrugada del sábado el acceso por carretera a este barrio rural; ayer, los niños no pudieron ir a la escuela y los vecinos trabajaron en reforzar las motas el fin de semana. Para llegar, el ejército habilitó el sábado una ruta por un camino militar que discurre dentro del campo de San Gregorio, con horarios fijos para que los vecinos entren y salgan del núcleo con sus propios vehículos escoltados. Antes de salir del punto de encuentro, en la rotonda de la MAZ, Florín relata que estos días los vive en casa de un amigo y que, al preguntar en el consistorio por un alojamiento provisional, le han mandado al albergue. Afirma estar viviendo la situación «bastante mal» y que aguantará «unos días» con su amigo, a la espera de que el agua se vaya.

El relato de Florín es una de las historias que ha provocado la crecida de este año en Alfocea. Aunque en este caso el agua no ha llegado al núcleo urbano, como sí lo hizo la riada del 2015, las medidas de seguridad han obligado a desalojar a algunos vecinos que habitan en la zona más cercana a la ribera. «Menos mal que podemos subir ahora y acceder», sostiene Florín, poco antes de montarse en el coche, camino de su casa, preocupado también por su perro, que no pudo ir con él.

EXPECTACIÓN

«Lo primero es la incertidumbre que tenemos», responde Gregorio, otro residente del barrio, cuando se le pregunta por cómo manejan esta situación. Como Florín, va a regresar por primera vez a su vivienda desde que la dejara, hace unos diez días. «Por parte de la DGA deberían tener un teléfono de información veraz», se queja, a la vez que explica que llamó hasta a cuatro números distintos para conocer el dispositivo y las rutas. «No hay información suficiente, con lo cual, la incertidumbre es mucho mayor», apostilla con cierta molestia.

Gregorio sabe que «el Ebro es el Ebro», un río que «cuando baja en verano, lo pasas y no te mojas ni los tobillos» pero que también se desborda con riadas como la actual. Él sí que vivió la avenida del 2015, que considera peor. Sin embargo, espera prudente a llegar a su casa: «Veremos lo que ha sucedido», recalca.

La veintena de vehículos que ayer esperaban en la rotonda a la una del mediodía arrancaron, con un 4x4 del ejército dirigiendo la marcha. El camino, a pesar de los trabajos de acondicionamiento realizados estos últimos días, no deja de ser un trazado para automóviles militares, preparados para terrenos difíciles. Así, tramos con el firme en perfecto estado se intercalaban con otros complicados, con socavones o barro. Por este factor, algunos coches derrapan o se encallan, lo que obligaba a que pasajeros y conductores salieran a empujar, arrimando el hombro con los militares. Tras una media hora de trayecto, Alfocea se abre a la vista. Una vez allí, los coches se reparten por sus calles, mientras los militares y la Guardia Civil esperan un rato al viaje de vuelta en la plaza. Allí explica Manuela, otra vecina que no abandonó el municipio, que la crecida del 2015 fue «muchísimo peor». En cuanto a la situación actual, afirma que gracias al dispositivo están «un poco mejor», ya que pueden «llegar al trabajo».

Parece que, en esta ocasión, el río ha sido más respetuoso. De camino a casa, Florín recibe una llamada; es de un amigo que le dice que Negro se encuentra bien y que está con él. «Gracias a Dios, está en buenas manos», exclama, aliviado.