La sentencia del procés cayó sobre la vida cotidiana catalana con el estruendo previsto. Las previsiones acertaron: para el Tribunal Supremo, lo que sucedió en el convulso otoño del 2017 tiene un nombre, y es sedición. Las largas penas a nueve líderes independentistas provocaron protestas en las calles y el aeropuerto, y las reacciones políticas estuvieron muy condicionadas por la inminencia de las elecciones generales. Los condenados resumieron su indignación en una frase: «No es justicia, es venganza».

Tras cuatro meses de juicio y otros cuatro de deliberaciones, el Supremo asegura que en Cataluña se produjo hace dos años un «alzamiento público y tumultuario» que, sin embargo, no tenía opciones de alumbrar un Estado independiente. Sus impulsores, sostienen por unanimidad Manuel Marchena y los otros seis magistrados, sabían que eso era imposible, y en realidad buscaban una negociación con el Estado.

Pese a todo, Oriol Junqueras y otros ocho condenados afrontan penas que van desde los nueve años de los Jordis a los 13 del líder de ERC; son condenas largas que podrían verse matizadas en el futuro por beneficios penitenciarios. A cuatro de ellos se les atribuye también malversación, por los gastos del referéndum, y los tres acusados que se hallaban en libertad -Carles Mundó, Santi Vila y Meritxell Borràs- solo se les culpa de desobediencia y esquivarán la cárcel.

Junqueras, vicepresidente de la Generalitat durante los hechos del 2017, se lleva la peor parte en ausencia de Carles Puigdemont. Sin embargo, ayer mismo se reactivó la orden internacional de detención contra el expresidente.

El Supremo abraza las tesis de la Abogacía del Estado y descarta las de la Fiscalía, que defendió hasta el último momento que los acusados eran culpables de rebelión. Aunque los jueces dedican más espacio a subrayar la defensa de las garantías de los procesados -pensando en que el caso acabará en el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos-, quizás la parte de más enjundia de la sentencia es la que se ocupa de la violencia. Los «disturbios» que hubo en Cataluña tanto el 20-S como el 1-O del 2017 no eran suficientes «para imponer de hecho» la independencia, asegura el fallo.

Bastó con «la mera exhibición de unas páginas del BOE que publicaban la aplicación del artículo 155» para acabar con el plan secesionista, añade el Supremo. Y, sin embargo, ahí están las largas condenas por tratar de impedir el cumplimiento de las leyes en los episodios del 20-S y el 1-O.

La sentencia abre una nueva etapa política, pero ayer no era el mejor día para captar sus líneas maestras. Fue una jornada de decepción y cólera para los independentistas, y de preocupación para los líderes de los principales partidos españoles. Se atisbaron, sin embargo, algunas señales de lo que puede llegar a partir de ahora.

Nada más conocerse el veredicto se produjo la primera toma de posiciones. El Gobierno se pronunció incluso antes, con un vídeo preventivo destinado al público internacional que subraya que España es un país democrático; la Generalitat, con una indignación que evitó el desacato; y el soberanismo menos sosegado, cortando carreteras y concentrándose de forma masiva en el aeropuerto.

A menos de un mes para las elecciones generales, el presidente del Gobierno en funciones, Pedro Sánchez, lanzó un mensaje a quienes le acusan de estar pensando en los indultos a los condenados, como los líderes del PP y de Ciudadanos, Pablo Casado y Albert Rivera. El candidato del PSOE subrayó en una declaración institucional que el Ejecutivo respeta y acata la sentencia, y eso significa que garantiza su «íntegro cumplimiento». Sus rivales no se dieron por satisfechos con la expresión. Mientras, Pablo Iglesias (Podemos) destacó el consenso del Supremo en que no hubo rebelión, aunque también aseguró que «todo el mundo» debe asumir y respetar el fallo.

Quim Torra, en cambio, expresó su «rechazo» a la sentencia y se sumó a los tesis de los condenados de que el Estado buscaba «venganza» en vez de justicia. Además, el presidente de la Generalitat pidió reuniones con el Rey y con Pedro Sánchez y anunció que intervendrá en el pleno del Parlament de esta semana.

Desde poco antes de las 9.30 de la mañana, cuando se conoció el contenido del fallo del Supremo, movimientos de agitación de nuevo cuño como el Tsunami Democràtic probaron que, al menos de momento, son capaces de movilizar a un gran número de personas dispuestas a colapsar las infraestructuras.

La circulación se interrumpió intermitentemente en calles de Barcelona y en las principales vías de acceso a la capital catalana. En algunos momentos también se suspendió el tráfico de trenes. Sin embargo, el principal punto de tensión estuvo en el aeropuerto de El Prat, hacia donde miles de manifestantes se desplazaron por todos los medios -coche, ferrocarril, moto, bicicleta, incluso a pie- como respuesta al llamamiento.

Allí hubo cargas policiales de los Mossos y de la Policía Nacional que terminaron con varios heridos, y se cancelaron más de un centenar de vuelos. La misma plataforma, que convoca sus actos por redes sociales y que recibe el apoyo de los partidos independentistas, afirmó por la tarde que 1.200 vehículos se habían desplazado al aeropuerto de Barajas para colapsarlo, pero la Guardia Civil aseguraba que había «total normalidad» en los accesos y calificó el anuncio de «bulo». En toda Cataluña se produjeron además, ya al final de la tarde, grandes concentraciones de protesta.