Ha llegado el tiempo de la justicia. El proceso del procés se ha abierto en el Tribunal Supremo. Su Sala Segunda, presidida por el magistrado Manuel Marchena, se dispone a juzgar los hechos de septiembre y octubre del 2017. Los 12 procesados no lo son por su ideario independentista -la «causa general» que se invocó ayer-, sino por haber promovido la vía unilateral: las leyes del referéndum de autodeterminación y de transitoriedad jurídica de la república, la posterior consulta del 1-O y la declaración de independencia final.

La política tuvo su tiempo y lo desaprovechó. Así en Madrid como en Barcelona. El Gobierno de España, presidido por Mariano Rajoy, se parapetó en la ley; el Govern de la Generalitat, presidido por Carles Puigdemont, la desdeñó. La política brilló por su ausencia. Ahora este déficit de política es la patata caliente que, unos y otros, ponen sobre la mesa del Supremo. No se puede esperar que su Sala Segunda resuelva el contencioso político de fondo; ni debe ni puede hacerlo. Es de esperar, sin embargo, que tampoco complique su resolución futura.

La mejor contribución que el Supremo puede hacer a la causa de la democracia española es hacer justicia. Una justicia que debe ser justa, es decir, lo contrario de ejemplar. Los siete magistrados han optado por jugar la carta de la transparencia -la retransmisión en directo de la vista oral- y por dar voz como testigos a notables actores políticos de aquel momento, de los expresidentes Rajoy y Mas al lendakari Urkullu. La Sala Segunda es consciente de una doble circunstancia: no puede resolver un problema político que, como recordó en su día el Tribunal Constitucional, están llamados a hacerlo los poderes públicos «mediante el diálogo y la cooperación», y sabe que el partido de vuelta, como advierten las defensas, se jugará ante la justicia europea.

En este contexto, la sentencia está por escribir. La vista oral servirá para cotejar en tiempo y forma las pruebas; también para escuchar al medio centenar de testigos. Solo entonces los magistrados estarán en condiciones de evaluar los cuatro tipos penales que se imputan a los procesados -rebelión, sedición, malversación y desobediencia- y de decidir si son de aplicación en este caso, sobre todo los dos primeros que han sido cuestionados por notables penalistas. Repito: es la hora de la justicia. Harían bien en no olvidarlo las defensas y en recordar la sentencia de Victor Hugo: «Si ustedes tienen la fuerza, a nosotros nos queda el derecho».

La política vocinglera, con la campaña de las municipales y europeas (¿y generales?) como telón de fondo, seguirá actuando desde dos frentes opuestos: los que consideran que los encausados son unos «golpistas» -los líderes de la foto de familia del pasado domingo en Madrid- y quienes advierten que no aceptarán otro veredicto que la absolución. La justicia más que ciega debe ser sorda -abstraerse del tiempo político y del ruido mediático- y devolver a la política la patata caliente que le ha enviado para que afronte en el posproceso el problema de fondo.