Llegaron en tres tandas. El primero lo hizo sin hacer ruido, los segundos recibieron aplausos e insultos y el tercero fue ignorado por los suyos. En esta sesión de declaraciones en la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo (20 imputados entre el antiguo Govern y la Mesa del Parlament, con Carles Puigdemont y cuatro exconsellers negándose a comparecer), el más madrugador fue Oriol Junqueras, que apareció a las 8.05 horas, demasiado temprano tanto para las comitivas de apoyo como para los pequeños grupos altamente especializados en el insulto a dirigentes independentistas. Para ser una jornada histórica, aquello tuvo escasa épica: un señor acusado de rebelión, sedición y malversación de fondos recorre a pie unos cuantos metros y entra por una puerta.

Lo mismo hizo el grueso de los exmiembros del Govern, pero llegaron en grupo y mucho más tarde, a las 8.45, dando tiempo a que todos ocuparan sus puestos. Allí estaba Artur Mas, frente a la Audiencia Nacional, a escasa distancia de la enorme bandera española de la plaza de Colón (294 metros, 35 kilos), aplaudiendo y gritando «¡no estáis solos!», junto a decenas de representantes del PDECat y ERC. Y allí, también, estaba un grupo de ultraderechistas. Eran pocos, eran ruidosos. Lo más suave que dijeron fue «¡vendidos, que sois unos vendidos!».

Ambos colectivos, los dirigentes independentistas y los virulentamente contrarios a la independencia, apenas tuvieron contacto debido al dispositivo policial, pero coincidieron en algo.

Los imputados acabarían en prisión. «Van a ir todos a la cárcel», dijo en voz baja, como si fuera un secreto, una importante dirigente de la antigua Convergència mientras veía pasar a los consellers cesados.

Para los secesionistas, la prisión incondicional suponía una prueba más de que este, como dijo Puigdemont en un comunicado difundido el miércoles desde Bruselas, es un «juicio político».

Hay fuentes jurídicas que llevaban días señalando, en cambio, que el viaje del president destituido a la capital belga había colocado más cerca de la cárcel a los imputados que acudieron a declarar. El riesgo de fuga quedaba acreditado.

Pero una cosa es un pronóstico y otra una certeza. A media tarde, cuando se supo que la jueza había decretado prisión para todos los consellers salvo para uno, el séquito de apoyo se instaló en el silencio. La escena tuvo algo irreal. Todos se miraban entre sí, incapaces de decir nada. Pasó más de un cuarto de hora hasta que cantaron Els segadors.

La soledad de Vila

Porque no todos los imputados tenían las mismas posibilidades de acabar entre rejas, anticipaban en la comitiva a primera hora de la mañana. Santi Vila, continuaban, podía librarse, al haber dimitido un día antes de la declaración de independencia.

El depuesto consejero de Empresa se ha postulado como aspirante del PDECat en las elecciones del 21 de diciembre, pero si su candidatura se votase solo entre los integrantes del séquito de apoyo, su recorrido sería nulo. A diferencia del resto, Vila, que eligió un abogado distinto al de los otros miembros del Govern destituido, no recibió ni un solo aplauso por parte de sus compañeros de partido.

Mientras tanto, ante el Tribunal Supremo, que aplazó las comparecencias de Carme Forcadell y los otros integrantes de la Mesa del Parlamento catalán y les impuso vigilancia, la distancia entre quienes insultaban y quienes respaldaban era menor. Allí sí se vivió cierta tensión. Un les llamó «sinvergüenzas» e «hijos de puta».

Pero agentes de la Policía Nacional separaban a unos de otros y hubo, incluso, momentos cómicos. «¡Que se vayan, que se vayan!», gritaron varios manifestantes. Germà Bel, exdiputado de Junts pel Sí, los miró con sorna y dijo: «¡Qué más quisiéramos! Eso es justo lo que queremos: irnos».