Los presos políticos, la represión y la censura que ejerció el franquismo durante los últimos años de su existencia centran la obra El coste de la libertad que presentó la pasada semana el historiador Alberto Sabio. «A veces parece que la Transición llegó de forma natural, pero la democracia no salió gratis», indica a la hora de defender el «pasado incómodo» como un refuerzo para la solidaridad democrática. «Los grandes cambios siempre han llegado con un impulso social», destaca.

Sabio aborda en su libro el periodo histórico que comprende los años 1958 y 1977. «Se suele minusvalorar la capacidad de represión del segundo franquismo», expresa. La batalla del régimen contra la disidencia se camuflaba en las acusaciones de propaganda ilegal, injurias al jefe del estado o asociación ilícita entre otras. También la de comunismo con la que se resumía casi cualquier militancia en organizaciones ilegalizadas. La propia censura no tenía ese nombre y se camuflaba a los que la ejercían bajo el nombre de lectores. «El franquismo que se desmoronaba no tenía una hoja de ruta, la realidad histórica solo muestra miedo e incertidumbre», afirma sabio.

CÁRCEL DE TORRERO

La obra, editada por Doce robles, recupera el lista de presos políticos que pasaron por la cárcel de Torrero. «LLegaron reclusos de muchas zonas de Aragón», relata. En ese recinto cumplieron penas desde líderes sindicales con grandes odiseas carcelarias hasta estudiantes que solo estaban una o dos noches. En general no se vivieron grandes casos de tortura en su interior durante aquellas fechas, pues los golpes y vejaciones se reservaban para el momento de la detención.

Sabio explica que las cifras de detenidos, que van en aumento conforme se acercaba el final de la dictadura, demuestran tanto la voluntad de permanencia del franquismo como la efervescencia en las movilizaciones populares. Entre los años 75 y 76 se multiplicaron los arrestos y bajó la edad media de los reclusos hasta quedar en los 16 y 17 años.

CENSURA ARBITRARIA

Las estancias carcelarias eran duras para los presos políticos. Además, desde la dirección del centro se buscaba ampliar las distinciones con los reclusos comunes con la voluntad de generar incomomidad y roces a la hora de afrontar asuntos tan cotidianos como ver la televisión o escuchar determinadas radios.

Uno de los capítulos más sorprendentes de la obra tiene que ver con la censura musical y la forma en la que se ejercía en aquellos años. La arbitrariedad era total y canciones que se podían interpretar en Zaragoza no eran toleradas para los vecinos de un pueblo de Teruel. «Era fundamental no avivar el recuerdo de la guerra civil y de los fusilamientos de la posguerra», expresa Sabio.

Los cantautores con más prestigio como José Antonio Labordeta tenían más fácil superar la tijera del censor que agrupaciones recién nacidas en aquellos años como La bullonera. «Había bastante autocensura, pues se enfrentaban a grandes sanciones y al veto de sus festivales», reconoce.

CURAS OBREROS

El libro también analiza un aspecto fundamental en los últimos años del franquismo como es el auge de los curas obreros en muchos barrios y pueblos de Aragón. «Un religioso en el año 75 tenía más margen de acción», señala Sabio. Las homilías se llenaron de consignas políticas y se cedieron locales parroquiales a numerosas agrupaciones vecinales.

«Creo que es una obra necesaria, pues se demuesta que la democracia no sale gratis y que la Transición también la hicieron estas personas», concluye el historiador.