«Ojo con estos, que saben hacer campaña». La frase es de David Madí, eterno Fouché del independentismo catalán, a dos días de las elecciones al Parlament de noviembre del 2006. Se refería a un pequeño partido antinacionalista, Ciutadans, cuya irrupción con tres diputados se convirtió en la principal noticia de ese domingo. Fue el primer triunfo de Albert Rivera, de solo 26 años. Empezaba una carrera fulgurante en la que ha demostrado que su principal virtud, la ambición, es también su principal defecto. Después de llevar a su partido a cotas impensables de protagonismo, la carrera del chico de oro de la nueva política ha tenido un final brusco este 10-N, con un descalabro que ha provocado su dimisión.

Poco a poco trascendieron detalles de aquel joven, pese al hermetismo casi impenetrable de su círculo de confianza. Jugaba al waterpolo, le gustaban las motos, fue campeón de debate universitario. Poco más se sabía al principio. Solo años después el gran público conoció cómo había conseguido liderar Ciutadans. Y es una anécdota curiosa.

Ciutadans nació después de que un grupo de intelectuales desencantados con Pasqual Maragall -al que acusaban de ser servil con el nacionalismo- crearon una plataforma que se convirtió en partido político el 10 de julio del 2006. Como ya entonces los dos sectores -el liberal y el socialdemócrata- que siempre han pugnado por controlar el partido no se ponían de acuerdo, se llegó a última hora a una solución de consenso: el líder se elegiría por orden alfabético. Pero resulta que los dos primeros apellidos de la lista pertenecían a enemigos irreconciliables, así que los organizadores del acto decidieron que lo que contaba era el nombre. Y así llegó Albert Rivera a la presidencia de la nueva formación, y Antonio Robles a su secretaría general.

Las cualidades

El episodio da cuenta de dos cualidades que han acompañado a Rivera hasta este domingo. La primera, la astucia, porque en ese cónclave tenía apalabrados puestos en la ejecutiva con los dos sectores en liza, hasta que se quedó con todo el poder. La segunda, la suerte de estar en el lugar apropiado en el momento justo. Esa buena estrella le sirvió para relanzar definitivamente a Ciutadans: después de deambular sin pena ni gloria durante una legislatura por el Parlament, y tras fracasar en el 2008 en un primer intento de acceder al Congreso y al Europarlamento en el 2009, el partido logró reeditar en las elecciones catalanas del 2010 los tres escaños. Y, con la llegada de Artur Mas al poder, Ciutadans aprovechó la progresiva radicalización de Convergència para liderar la mano dura contra el nacionalismo. Al calor del procés, Rivera vivió sus años dorados. Su partido creció en el Parlament primero hasta los nueve diputados, luego hasta los 25. En el 2017 consiguió su mayor hito político: Inés Arrimadas ganaba las elecciones catalanas. Por entonces, Ciutadans ya se había convertido en Ciudadanos en el resto de España, y el poder económico veía cada vez con mejores ojos a un partido que podía ayudar a completar mayorías en el Congreso. Era la época en la que los banqueros pedían en público la aparición de «un Podemos de derechas».

Rivera se convenció de que era el momento de dar el gran salto. La dirección de Ciudadanos cambió los estatutos del partido para eliminar la adscripción al centroizquierda y poder integrarse así en el grupo liberal europeo. El partido lograba representación en la mayoría de Parlamentos autonómicos, y su presencia en el Congreso se iba incrementando. Hasta que en las generales de abril llegó a su techo: Ciudadanos consiguió 57 diputados, a solo nueve del PP.

«Creyó que iba a poder superar al PP», afirma un exdirigente del partido. «Dejó de ponérsele al teléfono al presidente de la CEOE», dice otro, para criticar una deriva que tilda de «cesarista». «Me consta que los poderosos le pidieron que pactara con Sánchez, pero no admite consejos», asegura un tercero. Rivera ya no quería ser muleta de nadie, sino líder del centroderecha español. Ayer, a pocos días de cumplir 40 años, terminó su carrera.