La campaña electoral ha quedado volatilizada, anulada, borrada de la memoria colectiva. Con Madrid bombardeada, casi doscientos muertos en los improvisados tanatorios y un millar de heridos en los hospitales, se corta de cuajo el proceso de debate político, suspendido ayer por decisión de sus propios protagonistas. Mas lo cierto es que España ha de ir a las urnas setenta y dos horas después de la masacre, con la visión del crimen aún fresca en las retinas, con el espeso silencio de las manifestaciones en los oídos, con el eco de los funerales envolviendo el acto de depositar las papeletas. La nación está sobrecogida y desolada, todos sentimos dolor y rabia, pero el proceso democrático va seguir adelante; se dice que, de suspenderlo ahora, se estaría cediendo al chantaje de los terroristas. Los líderes, enlutados, hablan de unidad y firmeza en la defensa de la Constitución. Sin embargo...

Las bombas en los trenes de cercanías de Madrid han hecho saltar por los aires semana y media de mítines y declaraciones, de propuestas y contrapropuestas, de desafíos y sarcasmos. La sangre vertida a raudales ha borrado la letra de los programas, los datos de las encuestas, las especulaciones sobre mayorías absolutas o relativas. Ahora estamos en otro escenario. Olvidémonos de las primeras piedras, de las inauguraciones y las promesas, de la película ¡Hay motivo! , de los informativos y las crónicas, del Plan Hidrológico Nacional, de las pensiones... El terrorismo es finalmente el único asunto de la campaña que sigue vigente tras la matanza. Su fantasma, evocado una y otra vez en las intervenciones de los candidatos, se ha materializado con una brutalidad irracional que supera todo lo imaginable.

España va a votar en estado de shock . Ayer fue un día de dolor... y de confusión. ¿Quién ha sido? ¿ETA o Al Qaeda? El interrogante no es baladí porque plantea lecturas políticas divergentes. Más allá de la pesadumbre general y de la ira, más allá de los lógicos llamamientos a la unidad de los demócratas y a solidarizarnos con las víctimas, el domingo se dirime una pugna entre opciones políticas. Con el 11-M proyectando su sombra sobre el 14-M, el origen del atentado ha de condicionar las reacciones de los electores y cualquier análisis razonable de lo sucedido.

En las primeras doce horas a partir de las explosiones, los sentimientos pasaron a un primer plano: impotencia, rabia y una terrible conmoción generalizada. En esos instantes la iniciativa política pertenecía, como es natural, al Gobierno español. Su primera versión de los hechos (en particular la ofrecida por el ministro Angel Acebes en una rueda de prensa celebrada poco después del mediodía, y en la que aseguró rotundamente que el atentado era obra de terorristas vascos) marcó invariablemente las reacciones del resto de los líderes y partidos, así como la de los medios informativos y la generalidad de los ciudadanos. Incluso Mariano Rajoy, austero, prudente y muy sereno en sus declaraciones durante la mañana, abundó luego en una lectura que obviamente había de tener sensibles implicaciones en la traumatizada ciudadanía, en los electores. Conscientes de ello, José Luis Rodríguez Zapatero, Gaspar Llamazares, Josep Antón Durán Lleida y el siempre desastroso e imprudente Josep Lluís Carod-Rovira intentaban hacer declaraciones coherentes que incluían referencias a la tregua de ETA en Cataluña, a la maldad o bondad del diálogo y al consenso democrático frente a un terrorismo interior . Arnaldo Otegui (personaje sin duda detestable) fue el único en negar que el asesinato en masa fuese obra de los etarras, una tesis que Juan José Ibarretxe había dado por buena de forma explícita. Todos ellos, al igual que la opinión pública en su conjunto, eran conscientes de las consecuencias políticas (electorales) que iban a tener tan horribles acontecimientos.

Sólo bien entrada la tarde, el prudentísimo mensaje del Rey y las primeras noticias sobre la aparición de nuevas pistas, así como una revindicación (no concluyente pero verosímil) por parte de Al Qaeda, apuntaron a que la situación podía dar un nuevo giro de ciento ochenta grados. Porque esas consecuencias políticas (que todo el mundo barajaba aunque nadie hablaba de ellas) no han de ser las mismas si las bombas vinieron de un lado o de otro.

Queda bien claro que todo terrorismo es execrable y debe ser combatido con contundencia y sin tregua por los estados de Derecho. La dimensión y crueldad del atentado contra el pueblo madrileño requieren idénticas actitudes de unidad democrática y de movilización ciudadana al margen de quiénes sean sus autores. Y para no dejar dudas es preciso advertir que, sea o no ETA la mano que colocó las bombas, esta banda sólo puede merecer de los españoles el desprecio y el rechazo más absolutos. La voluntad criminal de los etarras ahorra cualquier matiz a la hora de desear que acaben todos entre rejas, como ayer vaticinaba el presidente del Gobierno José María Aznar.

Sin embargo, es necesario enjugar las lágrimas y plantearse una reflexión política de lo sucedido que variará sustancialmente si la matanza de ayer ha de ser analizada en clave exterior o interior ; es decir si proviene de los viejos demonios asesinos que intentan desde hace décadas doblegar la voluntad de los españoles, o puede ser una consecuencia de los nuevos y polémicos posicionamientos de nuestro país en los violentos y confusos acontecimientos que se están dando en el ámbito internacional.

Votar con el corazón sobrecogido no es la mejor de las condiciones que debe tener un ciudadano cuando está decidiendo quién le gobernará durante los próximos años. La suspensión de la campaña ha eliminado de raíz toda posibilidad de que los partidos puedan explicarnos cómo actuarán tras el 14-M en relación con la hecatombe padecida ayer por nuestra nación. Y para entonces la suerte ya estará echada.

Necesitaremos en los próximos días grandes dosis de consenso democrático, de solidaridad y sobre todo de transparencia política. Gane quien gane las próximas elecciones habrá de actuar de inmediato con enorme generosidad y con la voluntad de unir a los españoles y de no dividirlos más. Para eso hace falta potenciar mediante el debate sereno nuestro sistema de libertades y dejar definitivamente de utilizar el terrorismo como torpe arma electoralista. Es la hora de convertir el espanto en esperanza y de dejar que la razón aconseje y consuele al corazón.