La cara no es tanto el espejo del alma como de lo que tenemos escrito en nuestros genes, ha descubierto una investigación realizada por científicos de las universidades de Stanford (USA) y KU Leuven (Bélgica), cuyos resultados se publican en la revista Nature Genetics.

Los investigadores utilizaron información almacenada en el Biobanco del Reino Unido para estudiar la estructura del cerebro, obtenida mediante imágenes de resonancia magnética, de casi 20.000 personas sanas del Reino Unido.

A partir del análisis de esos datos, esta investigación ha podido establecer que la forma de la cara y del cerebro están genéticamente mucho más vinculados de lo que se pensaba anteriormente: no solo el cerebro influye en la forma facial, sino que la cara también afecta a la estructura del cerebro.

También ha determinado que las señales genéticas que influyen en la forma del cerebro se enriquecen en las regiones genómicas que regulan la expresión génica durante la embriogénesis, específicamente en las células progenitoras faciales.

La nueva investigación determina que el rostro no es un elemento pasivo del desarrollo embrionario que se adapta al desarrollo cerebral, sino un participante activo en el diálogo biológico que afecta al crecimiento, tanto del cerebro como de la cara, explican los investigadores en un comunicado.

Genes superpuestos

Genes superpuestosLos autores de esta investigación, liderada por Peter Claes, del Laboratorio de Genética de Imágenes en KU Leuven, identificaron 76 ubicaciones genéticas superpuestas que dan forma tanto a nuestra cara como a nuestro cerebro.

Señalan que se trata de un grado asombroso de superposición que pone de manifiesto la estrecha vinculación entre el cerebro y la cara durante el desarrollo.

Sin embargo, precisan también que nada sugiere que sea posible predecir el comportamiento, la función cognitiva o los trastornos neuropsiquiátricos, como la esquizofrenia o el TDAH, mirando simplemente la cara de una persona, ni siquiera con Inteligencia Artificial.

La razón por la que no podemos asimilar la cara a comportamientos, facultades cognitivas o trastornos mentales, es que las regiones del genoma que determinan la estructura del cerebro no son las mismas que las que determinan las funciones cognitivas.

Además, algunos de los genes implicados en la embriogénesis solo se expresan en la cara y no tienen ningún papel o expresión en el cerebro.

Es una diferencia importante, aunque solo sea para desacreditar una vez más la idea de que la inteligencia de una persona se refleja en sus rasgos faciales, una creencia que se ha utilizado con frecuencia para promover la discriminación racial y étnica.

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La cara no lo dice todo

La cara no lo dice todoSahin Naqvi, de la Facultad de Medicina de la Universidad de Stanford, primer autor de este estudio, destaca al respecto que existe «un vínculo genético claro entre la cara de alguien y la forma de su cerebro, pero esta superposición apenas tiene relación con los rasgos cognitivos o conductuales de ese individuo».

Los resultados de esta investigación resuelven una cuestión pendiente: hasta ahora se desconocía el verdadero alcance de la interacción entre el desarrollo de la cara y del cerebro entre las personas sanas.

Se sabe que, durante el desarrollo embrionario, los pliegues del cerebro presionan para aumentar las dimensiones de la corteza cerebral, donde reside la función cognitiva.

También que la forma del cerebro puede relacionarse con trastornos neuropsiquiátricos y rasgos cognitivo-conductuales: el desarrollo del cerebro puede degenerar en algunas afecciones genéticas raras, como la holoprosencefalia, acompañadas a veces de malformaciones faciales.

Pero no se puede ir más allá de estas conclusiones para establecer que la cara refleja más de lo que realmente puede indicarnos.

La afamada expresión acuñada por Cicerón hace más de 2000 años, “la cara es el espejo del alma y los ojos sus intérpretes”, tiene sus matices.

Referencia

ReferenciaShared heritability of human face and brain shape. Sahin Naqvi et al. Nature Genetics (2021). DOI:https://doi.org/10.1038/s41588-021-00827-w