En la jerga agroalimentaria se conoce como quinta gama e identifica a aquellos alimentos que llegan listos para ser regenerados —calentados, otra vez en jerga, esta vez culinaria— y consumidos. Nacieron para atender a las necesidades de quienes no podían o sabían cocinar, pero su ámbito se ha extendido mucho más allá de las cocinas domésticas, como recordaba el otro día Chicote en la tele.

Son de uso común en cáterin y colectividades, pero cada vez más están penetrando en diferentes restaurantes. Nada que objetar, siempre que no se mienta. Podemos recordar los principios de aquel restaurante, La Filoxera, que presumía de no tener cocina. Todo lo que se servía procedía de latas, eso sí, de gran calidad, con lo que alcanzó fama y reconocimiento.

El problema reside cuando se esconde el origen de la comida que se sirve. No es un problema de calidad, porque hay quintas gamas magníficas, eso sí pagando lo que cuestan; pero también se sirven otras muchas más precarias. Es decir, nos encontramos ante un fraude, disimulado, si se quiere, al consumidor.

Ya sabemos que, por definición, las croquetas de un restaurante no son caseras, pero si ostentan tal adjetivo el cliente entiende que se han elaborado en esas cocinas. Lo malo es cuando todo eso llamado casero, viene congelado o refrigerado. Cuando el camarero es incapaz de cantar los ingredientes del plato o resulta taaaaaaaaaan complicado eliminar la zanahoria de ese ‘Guiso casero de rabo estofado al vino tinto’.

El fenómeno crece; también en Zaragoza, donde a veces no sabe uno en qué restaurante está, dado el mimetismo de los platos, que, por supuesto, vienen de la misma cocina central.

Quede atento. No sea que este mes, de tanto salir, acabe comiendo lo mismo, por más que sea en diferentes locales.