Puede resultar una simple anécdota, pero resulta bastante significativa. Desde hace ya tiempo Coca Cola, en su estrategia de marketing, se ha sumado de forma decidida al carro de la sostenibilidad. Precisamente, esta semana han presentado en Zaragoza su informe anual, en el que hablan de reciclajes, reducción de emisiones de carbono, vehículos eléctricos, etc.

Perfecto. Pero lo más decisivo es lo que ocurrió tras el acto formal, antes de finalizar el cóctel que se ofreció a los asistentes. O fuimos menos de los previstos, o el caterin —Ebro Restauración— se pasó con sus propuestas, a modo de tapas. El caso es que sobraba comida, mucha comida, lo que era comentado entre los presentes, dada la eficacia de la charla previa. Y, de repente, se nos ofrece llevarnos un surtido de lo probado a casa. Tras la sorpresa inicial, todo el mundo acabó con su improvisada bolsita donde había desde un pastel de gilda hasta un cuenco de fideuá. Predicar con el ejemplo.

Tal es una de las ideas de la futura ley del desperdicio alimentario, que la comida sobrante no se quede en el restaurante y vaya a la basura. Pero aquí todavía somos de «igual me llevo eso que sobra para el perro», aún nos da vergüenza llevarnos lo que queda en el plato.

De forma que deberán ser los restaurantes quienes asuman la iniciativa —¿los costes también?— si se pretende que la medida sea eficaz. Uno, que practica lo de llevarse el sobrante a casa —menudos arancini, especie de croquetas sicilianas de arroz, ha sacado de más de una paella—, observa de reojo cómo son bastantes los comensales que le observan atónitos, quizá pensando en la pobreza del periodista que tiene que llevarse los restos para poder cenar.

Aunque también cabría retomar costumbres prácticamente olvidadas, como aquella de servir desde la fuente a cada comensal, de forma que cada cual se ajustaba su ración.

En cualquier caso, y por desgracia, los hábitos del personal no suelen cambiarse a golpe de ley, ni en cuatro días. Veremos.