Vuelve con inusitada fuerza la actividad hostelera ahora que vamos dejando atrás aforos restringidos, masivo uso de mascarillas, elevadas cifras de fallecidos –que los sigue habiendo, ojo–, noticias continuas sobre la pandemia… Además, por supuesto, de las poderosas consecuencias que están teniendo la subida de costes y la guerra en Ucrania.

La electricidad está disparada, sin apenas aceite de girasol, con subidas en las materias primas, sin personal suficiente –preparado o no–, a lo que hay que sumar las pérdidas acumuladas en los dos años de pandemias.

No es un buen momento para ser hostelero, ciertamente. De ahí que vengan jornadas, concursos y certámenes para animar al público a recuperar sus niveles de consumo –que ganas tiene, otra cosa es que pueda–, mientras que los proveedores, dentro de sus posibilidades, ofertan ferias y promociones para que sus productos sigan en barras y mesas.

Hay que afrontar la realidad. El modelo hostelero anterior a la pandemia, que ya estaba tocado, no servirá para el futuro. Los bares y restaurantes de amplios horarios, siempre a la espera de hipotéticos clientes, con el personal más o menos parado, tienen sus días contados. Esas pequeñas empresas hosteleras, basadas en el esfuerzo familiar y una pequeña plantilla, deberán reconvertirse si quieren sobrevivir. Atendiendo a la rentabilidad –económica y vital– antes que al volumen de facturación. Otro asunto serán las franquicias, que crecen cada día más, y los grupos de restauración, que pueden permitirse economías de escala.

Y por supuesto, los clientes nos tendremos que reconvertir, entendiendo la nueva perspectiva de la hostelería. En el centro de París, un café en la barra –un único camarero– cuesta tres veces menos que cómodamente sentado en la terraza: al menos otro camarero y dos viajes hasta la mesa.

Asumámoslo. Vamos a pagar más por los servicios; ya lo estamos haciendo. De ahí que debamos exigir mayor profesionalidad y acudir donde nos la ofrezcan, preservando nuestro personal e intransferible tejido hostelero y ciudadano.

Es triste, pero hay que escribirlo: sobrevivirán quienes mejor se adapten, que no serán todos.