Una simple mentira le costó a Richard Nixon la presidencia de Estados Unidos. No le echaron porque enviara unos espías a enterarse de las cosas que hablaban y decían los demócratas en el hotel donde se reunían para su congreso, sino por negarlo, o sea, por mentir. La cultura anglosajona no perdona la mentira en general y es implacable con los políticos mentirosos en particular. Un inglés que sea miembro de la Cámara de los Comunes sabe que hurtar la verdad le puede costar la carrera política, mientras que un parlamentario italiano o español viven y se desenvuelven dentro de la convicción de que sus sociedades son indulgentes con la mentira, y en verdad que lo son hasta límites inconcebibles.

En España la mentira es barata, pecadillo menor, descuido leve, tontería a la que no se le concede demasiada importancia. Se puede comprar por cuatro euros un cargamento de mentiras que sirvan para un par de años, y por eso se prodigan con facilidad en las empresas, en la publicidad --tantas veces engañosa-- en la información y en la Política. Mienten los que gobiernan, mienten los que deben vigilar a los mentirosos, y en esta carrera de mentiras, en este campeonato de embusteros, nadie se alarma, ni se escandaliza, como si esto fuera lo más normal, y lo desalentador del caso es que resulta cotidiano.

En una mesa redonda dije a uno de los participantes que mentir no era de caballeros y noté unas sonrisas desdeñosas que me asustaron más que el falseamiento que se había hecho de la verdad. A mí la mentira me parece abyecta, y el mentiroso es un tipo peligroso que envilece las relaciones sociales que se deben basar en el pacto de confianza. Con un mentiroso no puede haber pacto, ni relación, ni confianza. Pero hay mentirosos en el Gobierno y en la oposición, se exhiben en el parlamento y casi nadie se escandaliza. Y se sigue mintiendo, claro, porque la mentira es la transgresión más barata que puede cometerse.

*Escritor y periodista