La declaración aprobada por la Unión Europea en la noche del 20 de marzo ha sido un golpe bajo para quienes pensaban que Francia y Alemania se mantenían en sus trece en lo que respecta a la conveniencia de dar réplica a la agresividad norteamericana de estas horas. Pareciera, antes bien, como si una y otra hubiesen optado por plegar banderas y por acatar, sin mayor voluntad de disidencia, el imperio de la ley de la selva.

Semejante conclusión tiene un sólido fundamento: París y Berlín bien podían haberse negado a estampar su firma en un texto que en modo alguno acarrea una condena de las dramáticas violaciones del derecho internacional que Estados Unidos, junto con sus aliados británico y español, protagonizan en estas horas.

El hecho de que hayan sorteado tal posibilidad obliga a concluir --como lo acabamos de anticipar-- que su oposición a Washington va de bajada.

Y, AL RESPECTO,no es sino un magrísimo contento el que proporciona un clavo ardiendo al que algunos han optado por agarrarse: la legalidad internacional --se nos dice-- sigue en pie, toda vez que la mayoría de los estados integrantes de Naciones Unidas disienten de la política norteamericana, y ello pese a que, como salta a la vista, no se ha arbitrado mecanismo alguno de sanción que recaiga sobre el infractor de las normas más elementales.

Bien significativo es, por cierto, que ni Francia, ni Alemania ni Rusia se hayan atrevido a sacar adelante en Naciones Unidas lo que a muchos se nos antoja el único comportamiento consecuente: una convocatoria del Consejo de Seguridad, en su caso de la Asamblea General, encaminada a escenificar una casi planetaria condena de la agresión contra Irak.

Volvamos, de cualquier modo, al texto recién bendecido el jueves pasado por la Unión Europea, y hagámoslo para rescatar dos de sus dimensiones más patéticas. La primera no es otra que el filantrópico designio de atribuir a Naciones Unidas un destacado protagonismo en la ayuda humanitaria y, más allá de ella, en la reconstrucción posbélica en Irak.

Las Naciones Unidas se presentan como una suerte de apagafuegos que otros, contra el espíritu y la letra de su carta fundacional, encienden a capricho.

La propuesta de la Unión Europea al respecto no sólo engarza a la perfección con los intereses de Estados Unidos, deseoso de encontrar quien financie su aventura militar, sino que ilustra por enésima vez la condición pusilánime de Kofi Annan y del equipo que dirige. ¿Cuándo veremos al secretario general de la máxima organización internacional plantar cara a la prepotencia de Washington?

La otra dimensión impregnada de patetismo la aporta la firme decisión, que la UE avala, de fortalecer el vínculo trasatlántico. En lenguaje más llano, y para el lector poco avezado, lo que Bruselas reclama es que, una vez demostrado que Estados Unidos hace lo que le viene en gana, se olviden los desafueros correspondientes y se reconstruyan los lazos de la mano de lo que, en esas condiciones, no puede ser sino una dramática y ocultatoria sumisión.

EL TEXTO QUEel pasado domingo 16 aprobaron, en su encuentro en las islas Azores, George Bush, Tony Blair y José María Aznar no dejaba dudas en lo que respecta a la condición propia del vínculo que nos ocupa. En él, y por un lado, se identificaba en el terrorismo, con formidable desparpajo, la principal amenaza planetaria: ¿para qué recordar que cada día mueren en este mundo 50.000 personas de resultas del hambre?

Pero, y por el otro, para hacer las cosas aún más sangrantes, se formulaba una única demanda en relación con el conflicto palestino-israelí: la de que las nuevas autoridades palestinas se muestren propicias a una negociación que muchos entendemos aboca en un bantustán, acaso acompañado, en su creación, de una nueva y masiva expulsión de habitantes de la Cisjordania. ¿Para qué incluir, aquí, alguna mención de las políticas criminales que despliega, de siempre, Ariel Sharon?

Que Francia y Alemania se hayan inclinado por respaldar un documento tan claudicante obliga a concluir que en sus dirigentes se ha depositado una confianza excesiva. Eso es lo que están llamados a entender quienes, cargados de razón, siguen manifestando en nuestras calles su descontento.

*Profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid