Aparenta unos cuarenta y dos años, exhibe la dignidad de la pobreza y un pelo rubio rizado recogido en un mal moño. Guarda las manos tras la espalda, mientras espera en la acera de la esquina de Los Enlaces, y vigila para asegurar que ninguno de sus vecinos viaja en los coches que aguardan el verde. Le da vergüenza que la vean y sepan de su necesidad. Cuando el semáforo cambia, enseña su limpiacristales de pistola comprado en el súper y un trapo que un día fue blanco. Se parapeta en su elegante miseria y se acerca temerosa para limpiarte el parabrisas a cambio de unas monedas. No es joven, no es emigrante rumana, no es gitana. No quiere limosna. No es una de esas personas que la acomodada, hipócrita y un tanto racista sociedad que hemos construido acepta como parte del mobiliario urbano, asumidos como una pegatina en una cabina o como un escaparate iluminado. Es zaragozana. Se ha echado a la calle para levantar su casa. Tiene hijos y sus vecinos ni saben como lo está pasando. Las viejas ciudades contaban con redes sociales de afecto para la cooperación y la convivencia. Las modernas necesitan de políticas sociales. La pobreza existe. Aunque no nos guste verla.

*Periodista