La desaparición de Víctor Mira ha caído como una tormenta de invierno sobre la familia artística. Nadie podía imaginar que su fin estaba tan próximo, ni que se iba a producir súbita y fatalmente, envuelto en elementos de tragedia.

Es cierto que fue siempre un hombre atormentado, solitario, introspectivo. Que vivía hacia adentro, atento a esos mínimos reflejos que condicionan y alimentan la creatividad. A esas células mistéricas que todos debemos poseer, pero que muy pocos alcanzan a desarrollar, y menos al calor, a la temperatura de una obra.

La mirada interior de Víctor Mira, gestada en su propia sonda, debió alimentarse también, espiritualmente, durante sus estancias en Alemania. La tradición cultural centroeuropea, la más densa, intensa y difícil, probablemente iría calando a través de la sensibilidad de su piel, hasta teñir también esas células secretas de las que manaba su arte. Heidegger. El ser y la nada. El ser para la muerte. El expresionismo, Schlegel. Stefan Zweig (el más latino de los escritores austríacos, quien, sin embargo, acabaría suicidándose, junto a su mujer, en Petrópolis). Robert Walser. Y, por debajo de todos ellos, la que es seguramente la principal figura del siglo veinte, el abismal, lúcido, desdichado y genial Franz Kafka.

En todas las fotos de Mira, como en las del autor de El castillo , ese rostro perfilado y pétreo, esa mirada radical, enfrentada y rabiosa predispone a un juicio trascendente. Nada en ese semblante podía ocultar que su dueño sufría. Por algo, además, que quedaba lejos y como al margen de la realidad cotidiana. Algo que acaso tenía que ver con el destino de todos, con nuestra situación en el mundo, con nuestro centro existencial. Las fotos de Víctor Mira nos hablaban de un hombre que se había infringido una indagación intelectual equivalente a un éxtasis y a un suplicio. Nos hablaban de noches en vela, de silenciosas horas en el estudio, de la búsqueda de razones últimas para seguir viviendo, pintando, emitiendo luz. Nos hablaban de cruces y de sombras, de espectros goyescos, de palpitaciones, de trangresión, de psicodelia, de una neblinosa frontera entre la vida y la muerte por la que el artista estaba aprendiendo a transitar, ora viviendo, ora muriendo, ora matando a su disfraz de hombre para dejar emerger la piel del lobo primigenio, del lobo estepario.

El arte, llevado a sus últimos extremos, presenta estos riesgos. El proceso de deshumanización de un artista no es tan insólito como mucha gente piensa. Hay casos --y el de Mira era uno de ellos--, en que el creador acaba prescindiendo de todas aquellas referencias que no retroalimenten su ambición artística. Su brillante y fantasmagórico universo comienza a suplantar al real. Las casas no son casas, ni los trenes, trenes. El símbolo, su raíz, usurpa el lugar de los pensamientos heredados, las normas de conducta social. La pintura no es un goce estético, sino un arma con la que revelar los inframundos que nos rodean, que tememos, intuitivamente, pero que ya no sabemos distinguir.

Nos queda su obra, suele decirse. Pero a mí me queda también esa mirada inhumana que, a lo mejor, era la más sincera de todas.

*Escritor y periodista