Leo en una revista de esas que nos envían a casa para ilustrarnos de lo bueno que es consumir sin freno que, en una subasta de Londres, una mujer de la que se desconoce su identidad pago la módica suma de 64.000 libras esterlinas --al cambio más de 94.000 euros-- por una trufa blanca (la italiana) que pesaba poco mas de un kilo. Me quedé, supongo que como ustedes, de una pieza porque, digo yo, que la compradora no pagaría lo que pagó por aumentar su colección particular de hongos. Considerando que ya disponemos en el mercado de la belleza de una crema milagrosa hecha a base de baba de caracol que solo de imaginármela sobre la cara me hace perder el poco sentido que me queda, y de otras elaboradas con caviar, no me extrañaría que de aquí a nada nos ofrecieran una quita-arrugas trufada a un precio en consonancia con lo que pagó la misteriosa dama de Londres. Caviar, babas de caracol, trufas... pociones mágicas para intentar luchar contra el inevitable paso del tiempo. Dicen que la recogida de setas y hongos engancha, y que encontrar esas delicias gastronómicas en nuestros prados y bosques es una proeza para especialistas, no propensos a la lumbalgia. Por cierto, he decidido hablarles hoy de hongos y setas porque estamos en la época en la que salir al campo a buscar rovellones o boletus edulis se convierte en un rito pero, sobre todo, porque estamos como para salir al patio sin paraguas, como decía mi tía Agustina cuando por estas tierras llovía como es debido: ETA se ha hecho notar y nosotros hemos vuelto a sentir miedo.
Periodista