Escribió Remy de Gourmont en sus Pasos de arena, libro del que inevitablemente deberé hablarles otro día, que lo malo de la búsqueda de la verdad, desde un punto de vista filosófico, es que, al final, uno se acaba encontrando o tropezando con ella. Y eso mismo, pero en sentido contrario, es precisamente lo bueno o lo mejor del último espectáculo de Miguel Ángel Berna y de Carmen París: que todavía no han encontrado la verdad de un nuevo género, por lo que deberán proseguir la maravillosa aventura de su búsqueda.

En pos, tal vez, de una revolución cultural --según, un tanto ingenuamente, enunciaba Carmen París--, les esperan numerosas satisfacciones. El apoyo del público, para empezar, que ha llenado las funciones del Teatro Principal de Zaragoza y mostrado un apoyo incondicional a ambos artistas, ciertamente profetas en su tierra; el hallazgo de un matrimonio hasta cierto punto bien avenido entre la jota clásica y el flamenco, o la música andalusí, una curiosa mixtificación folklórica que tiñe de lamentos mudéjares los recios sones de nuestro canto, envolviéndolo en miel y en lamentos de amor, para devolvérnoslo tañido en percusiones y láudes, como si esa jota arrabalera regresara de una travesía por el desierto, de otras culturas, o de aquellos viejos palacios donde los califas y los reyes cristianos acababan confraternizando entre las espadas y el moscatel.

Son tiempos, ya lo saben, de pasiones y mestizajes, de búsquedas. Cuando Berna, como teórico, se ha referido al necesario rescate de las culturas de nuestros antepasados, probablemente haya querido expresar ese alboroto de nuestra sangre mezclada en los vasos y cálices de la historia. Su propio baile, sin abandonar nunca su esencia aragonesa, se mixtifica y enriquece en desinencias gitanas, lorquianas, de apenas contenidas pasiones que hablan de cuchillos y venganzas, de enamoramientos y fugas.

Es quizá por eso que Carlos Martín, hombre de teatro y director escénico de Savia Nueva, ha concebido el escenario como una reja que separa a los amantes, pero a través de cuyas flores de forja y estrellas de Muel se unen sus manos y sus labios. El cielo es de Aragón, limpio, amplio, con nieblas y humos de hogueras, pero hacia el proscenio todo adquiere un leve aire de patio andaluz, con esos excelentes músicos rodeados de hojas de hiedra, y el cuadro de bailarinas ensayando una danza nueva --otra búsqueda-- donde los pasos nos trasladan, sin solución de continuidad, desde el cálido sur a las riberas del Ebro. Martín construye varios efectos escénicos sin duda memorables, como ese último cuadro inspirado en Klimt que cierra el apoteosis del espectáculo y abre las tandas de muchos minutos de aplausos.

Éxito popular, por tanto, y un nuevo paso en esa búsqueda de un género nuevo capaz de instalarse en la cultura autóctona como un renacer de la jota aragonesa. Para rozar ese milagro, que apenas se entreve aún, Berna debería retomar sus fundamentos de ballet clásico y contar con la ayuda de los mejores coreógrafos del momento. Elevaría así, aun a riesgo de perder público, el nivel artístico del fin que se persigue (si es que se persigue), y abriría nuevas puertas, otros teatros.

Escritor y periodista