Era una sospecha: las aulas no vacunan contra la sandez. El nivel intelectual de muchos de quienes han pasado por la escuela y la universidad está por los suelos. Lo constato cada vez que en tren, bus, o paseo oigo conversaciones expresadas con la facilidad de un simio, conceptos de parvulario, construcciones gramaticales propias de bebés, escasez de vocabulario, y sensibilidad en los talones (hubiera dicho culo si este no fuera un periódico serio) en personas con evidente atuendo de estudiantes y cargados con una carpeta universitaria. Siento dolor de muelas cuando alguien ya licenciado demuestra sin rubor un conocimiento del mundo tan escaso y pueril como si siguiera en Primaria. Y pienso: no puede ser un problema sólo del sistema. Es además personal. Es burgués e inmoral hacer de la educación un uso tan inútil, esquivando la responsabilidad individual para con la comunidad humana en la que se vive. Si, ya sé que hay de todo, que hay eminencias, genios, y modélicos amantes del saber. Pero no hablo de la capacidad, sino de la obligación moral de quien accede a un aula de poner sus neuronas a disposición de la evolución y su propio desarrollo mental. Recuerdo una reflexión de la profesora y novelista francesa Muriel Barbery, autora de la sublime, radical y clarividente La Elegancia del Erizo: un aprovechamiento tan lamentable de tu educación "es un jueguecito indigno que se hace a expensas de una colectividad a la que sacas de la cama a las 6,30 de la mañana para trabajar y financiar el servicio público".

Periodista y editor