Hace dos días murió mi padre. Oficialmente llamado Enrique Rivarés, Enrique en su casa, papá para nosotros. No dio tiempo a que Víctor le llamara yayo. Tenía varias obsesiones de las que hacen a los humanos parecer tales. Una era pasar desapercibido fuera de su ámbito natural y privado, otra, derivada de ésta, no molestar, no pedir, tanto, que, tras unas semanas de dolor intenso, murió adormecido en el hospital después de un plato de cardo, uno de los sobrios manjares que le hacían la vida más agradable. Antes había vivido con el esfuerzo y el sacrificio con el que vivía la clase obrera de hace unas décadas y la de siempre, una niñez de trabajador sin límite ni piedad, una juventud de trabajo sin recompensa y una madurez de trabajo y sorpresas mientras intentaba adecuarse a un mundo nuevo y un siglo alucinante. Había cambiado la Olla de Huesca por la ribera de el Ebro, pero nunca dejó una visión natural, esforzada y rural del mundo que al final le reventó el corazón y que cada mañana intentaba comprender con un vaso de café frío y cada tarde con varias novelas de aventuras que sólo soltaba cuando la última entrega de Harry Potter llegaba hasta a él. Las aventuras que no le contará a su nieto. Se ha cortado una de mis conexiones naturales con el mundo cumpliendo una norma vital: que la muerte es parte de la vida, pero ha sido demasiado pronto. Los viejos boleros dicen que la distancia es el olvido, que la ausencia la traición y que el amor se gasta de usarse. Nosotros violaremos esa ley poética y plantaremos un olivo sobre sus cenizas en un lugar abierto para que siga estando en el mundo. Y cuentan que los olivos pueden vivir milenios.