José María Aznar, con su vademécum de recriminaciones, consagró el cambio político de Mariano Rajoy. Le dio credibilidad. El 16% de votos en blanco corresponden milimétricamente a la fuerza de sus acosadores; todos, uno por uno, incluido naturalmente Aznar, fueron sutilmente humillados por el político gallego: quien resiste, vence. Ni siquiera le pueden acusar de haber ganado el congreso a la búlgara. El final de una época quedó retratada en la foto de la nueva dirección del PP. Esperanza Aguirre, como la madrastra de Blancanieves, no sacó ticket para la fiesta y la ovación a Ruiz-Gallardón fue el testamento político de la presidenta de Madrid. Aguirre se tendrá que encastillar en su territorio y asistir al crecimiento de Gallardón. Sencillamente se le ha helado la ironía. Ahora todo depende de los aciertos del equipo de Mariano Rajoy. Y no lo tienen tan difícil en medio de una crisis económica a la que el Gobierno no le ha tomado el pulso. En el horizonte, las elecciones europeas que los ciudadanos más díscolos suelen utilizar para castigar a quien está en el poder. Los viejos dinosaurios del pleistoceno aznarista no tienen aristas donde agarrarse y su actividad va a ser más propia de excombatientes que de conspiradores contra un proyecto que ha salido fortalecido. Incluso los obispos reconsideran el discurso de la COPE, porque la nostalgia de Eduardo Zaplana y Ángel Acebes no es ariete de garantía contra la frescura de la nueva dirección del PP; la distancia de la Iglesia católica también es un factor de crédito de Rajoy, que nunca podrá agradecer suficientemente a Pedro J. Ramírez la campaña que ha realizado en su contra. Esos son los otros grandes perdedores del congreso: los periodistas que siempre están entre bambalinas queriendo dirigir la política sin el trámite de presentarse a las elecciones. De las cosas más divertidas que nos esperan en los próximos días es contemplar la pirueta de Ramírez para inventarse una explicación de su fracaso y tratar de convertirlo en una victoria.

Periodista