El fin de semana pasado aconteció algo grandioso en la ciudad de Zaragoza. Por supuesto, no apareció en la programación diaria de la Expo y ningún turista tuvo conocimiento del hecho. Y, sin embargo, a 37 grados centígrados de temperatura, bajo un sol de castigo, los barrios de La Paz, Venecia y Torrero pudieron comprobar que, a pesar de los vaticinios y augurios pesimistas de algunos analistas, sigue habiendo esperanza de que otro mundo es posible, otra forma de convivencia es posible. Cuando, al anochecer, el sol bordeó suavemente el horizonte, los árboles del parque de La Paz intercambiaron parabienes, pues un nutrido número de vecinos habían celebrado juntos la llegada del solsticio de verano, pero sobre todo habían comprobado un año más que sus miradas no están circunscritas a las cuatro paredes de su domicilio o al liliputiense círculo de tiza del rellano de su casa.

Emilie, una dulce muchacha polaca, fue nombrada Druida, pues ha estado dejando bien patente durante años su amor por el arbolado de la ciudad. Su pequeña hija, Klara, miraba a su madre con embeleso, mientras ésta pronunciaba unas palabras bajo los árboles del parque, revestida con una túnica blanca, confeccionada primorosamente por una vecina, Ángela. No se trataba de un remedo de ritos religiosos o de un sucedáneo de adoraciones a entidades astronómicas del pasado, sino solo de aprovechar la ocasión para celebrar juntos el amor y el respeto por la naturaleza. Florencio, el concejal del distrito municipal hablaba con orgullo de que los servicios existentes en el parque no solo habían mejorado, sino que disponían ya de una buena accesibilidad para los minusválidos. El mayor orgullo de aquellos vecinos residía en poder compartir la alegría de la vida, tal como leyó Chema, antes de encender la hoguera. En aquellos momentos, desde el crepitar de las ramas y los troncos, todos se sabían unidos por los mismos sentimientos que miles de años antes ya embargaban a sus ancestros: las estrellas acompañan el vuelo de las mentes libres; el susurro de los árboles recuerda que los seres humanos no son dueños, sino parte integrante de la naturaleza; el aire y el agua vivifican, mientras la luz permite contemplar la inagotable belleza del mundo... Precisamente por ello, somos episodios fugaces del devenir del cosmos, pero eso no debe mover al desaliento, sino a la fiesta entregada de la vida.

La hoguera se hizo brasas, que permitieron asar toda suerte de embutidos. La fiesta entonces quedó trasformada en convite, en fiesta y en celebración. De igual modo que la naturaleza es tan generosa que acaba por darnos la vida, aquellos vecinos reunidos en el parque de La Paz estaban celebrando esa misma generosidad al compartir entre todos sus viandas y su palabra.

Al día siguiente, los mismos colectivos y asociaciones vecinales organizaron un festival de música celta donde actuaron importantes grupos nacionales y foráneos. Y el pueblo volvió a congregarse en torno a la música, las brasas, la bebida, la alegría y la amistad. En pleno siglo XXI, entre tanta tecnificación de la comunicación y tanto anonimato, en el parque de La Paz se pudo constatar que el ser humano sigue teniendo las mismas aspiraciones, y desea una sociedad donde el contacto directo, brotado en su entorno cotidiano, sea el hilo conductor de su existencia. El sistema parece impeler a la formación de unos ciudadanos pasivos, cuyo pensar y querer aparezcan alejados de sí mismos, ajenos a su responsabilidad y su libertad. El sistema favorece las colectividades anónimas, sustentadas en aparatos y máquinas donde se reproducen imágenes, palabras, noticias y opiniones ajenas. El sistema es robusto, pues a menudo se alimenta de intereses inhumanos, que engullen al hombre.

Sí, el fin de semana pasado aconteció algo grandioso en la ciudad de Zaragoza. No formaba parte de la programación oficial de la Expo, y probablemente cualquier turista hubiese juzgado una pérdida de tiempo haber presenciado, a 37 grados centígrados de temperatura, bajo un sol de castigo, aquellos actos festivos en el parque de La Paz. A su vez, algunos analistas sesudos de la ciudad hubiesen tildado esa celebración de insignificante nimiedad. Sin embargo, en el caso de haber tenido oídos y ojos adecuados, los árboles de aquel parque les habrían dicho que la ciudad de Zaragoza puede llegar a ser famosa con su Expo, pero que sobre todo debería estar muy contenta y orgullosa de toda esa gente zaragozana que ha organizado altruistamente esa fiesta y ese festival para su pueblo. La vida, la auténtica vida, puede encontrar así morada en sus raíces originarias, que invitan a la fiesta y a la reflexión, al respeto hacia todo cuanto nos rodea, a la cercanía. Profesor de Filosofía