Tener un buen nombre, un nombre eufónico, no es ninguna tontería, y menos en política. En tiempos de la Restauración, cuando la política tornó enteramente a manos de los caciques y los parlamentarios no eran sino hombres de paja y meros figurantes, bastaba con ser alto y tener buena voz, o más bien una voz hueca y campanuda, y hubo que esperar a la II República para que el nombre cobrara importancia en la carrera política. Fernández de los Rios, Álvaro de Albornoz, Victoria Kent, Manuel Azaña, Alcalá-Zamora, Martínez Barrio, Margarita Nelken, Nicolau D´Olwer, Indalecio Prieto, eran nombres de grandes políticos, pero, no por casualidad, también eran grandes nombres. Luego dejó de haber política, erradicada por tipos de nombres vulgares, y a la siguiente Restauración, la de la Monarquía actual, el nombre perdió su transcendencia, y la política la hizo gente que se llamaba Suárez, González y cosas así, apellidos que no es que estén mal, pero que sirven para cualquier cosa. Después de mucho marear la perdiz y de mucho run-run de puñales, IU ha designado al fin a un nuevo coordinador general, recayendo el designio en un tipo duro pero a la vez conciliador, del aparato pero sin demasiado aparato, federal pero poco amigo de los nacionalismos, o sea, un mirlo blanco, pero si hay algo de lo que pueda presumir, es de nombre, un nombre musical, de personaje de novela, que en pocas letras aúna la contundencia del Cayo con la suavidad del Lara: Cayo Lara. Ahora sólo falta, ciertamente, que el ciudadano en cuestión esté a la altura de su nombre.