En Italia acaban de condenar a ejecutivos de Google por alojar en sus servidores un vídeo en el que se abusaba de un menor con síndrome de Down que fue incorporado a la red por unos usuarios del país transalpino. El controvertido fallo ha provocado un enorme debate porque pone límites a ese gran espacio de libertad de información y de intercambio de contenidos que es internet. Supone además un nuevo llamamiento a los países a legislar con mayor claridad para acotar la responsabilidad propia de los sitios web y la que pertenece estrictamente a los usuarios que se aprovechan de las herramientas que éstos ponen a su alcance.

El caso seguido por la Justicia italiana contra el buscador no es único pero sí paradigmático. La sentencia afirma que Google --el gran gigante de internet en el mundo-- es culpable por alojar los contenidos vejatorios y al mismo tiempo obtener beneficios por el tráfico de usuarios e impone penas de cárcel a tres directivos de la compañía que no obraron con la debida diligencia preventiva. El fallo ignora la directiva europea del año 2000 que establece que los prestadores de servicios de Internet no pueden ser considerados responsables de datos almacenados a petición del destinatario, ni por supuesto tiene en consideración la regulación estadounidense que manifiesta que ni el proveedor ni el usuario de un servicio informático serán considerados editores o emisores de la información provista por terceros.

QUEDA CLARO pues que la sentencia, aunque no es pionera en Europa, pone en tela de juicio la denominada web 2.0, aquella en la que todos o buena parte de los contenidos visibles son ofrecidos por los propios usuarios, y deja a los agregadores de contenidos, a los propios buscadores y a numerosos sitios web en una situación de extrema vulnerabilidad legal.

En España también ha habido polémicas similares, pero nunca con un resultado tan nítido como el de estos días en Italia. El espíritu de la mencionada directiva comunitaria ya aparece claramente en el artículo 16 de la Ley de Servicios de la Sociedad de la Información española, dictada en el 2002, que dice literalmente: "Los prestadores de un servicio de intermediación consistente en albergar datos proporcionados por el destinatario de este servicio no serán responsables por la información almacenada a petición del destinatario, siempre que no tengan conocimiento efectivo de que la actividad o la información almacenada es ilícita o de que lesiona bienes o derechos de un tercero susceptibles de indemnización, o, si lo tienen, actúen con diligencia para retirar los datos o hacer imposible el acceso a ellos". Sin embargo, el Tribunal Supremo falló contra la Asociación de Internautas en la denuncia que le planteó la Sociedad General de Autores (SGAE) por alojar en sus servidores los contenidos del dominio putasgae.org, aunque fuera con otro nombre. El tribunal entendió que el término "putasgae" debía de haber puesto sobre aviso a la mencionada asociación, como proveedora de hosting, de la potencial ilicitud de lo allí publicado.

Como se ve, ni en España ni en Europa hay una regulación clara respecto de la responsabilidad de los contenidos dudosos --cada vez más abundantes-- que se exponen en internet ni, lo que es peor, existe una percepción de los riesgos que supone su difusión por parte de una mayoría de usuarios. Si grave es la indefensión en la que pueden llegarse a encontrar muchos dominios por los contenidos que ofrecen determinados individuos, más perjudicial parece la propia irresponsabilidad de estos usuarios, que acabará poniendo en tela de juicio ese gran espacio de libertad que es internet. Al obligar a que los sitios de internet tengan que supervisar todos y cada uno de los contenidos que, aún siéndoles propios, son colocados por terceros, internet se empobrecerá y las limitaciones a la libertad de expresión irán a más. La censura previa o la coerción nunca fueron, ni serán, los mejores métodos para cambiar las cosas ni para enriquecer los discursos públicos.

SITUACIONES COMO las vividas estos días en Italia obligan al legislador y a los jueces a tomarse en serio la necesidad de actuar y de ofrecer un marco legal claro y unívoco. Y deberían llevar también a los usuarios a autorregularse, a dejar de prevalerse del anonimato y de la inmediatez que ofrece la red no ya para lanzar consignas o mensajes subversivos, lo cual puede ser hasta necesario, sino directamente para vejar, perjudicar o insultar a personas o entidades.

De poco sirve rasgarse las vestiduras cuando nos enteramos de que en China las autoridades exigen a los proveedores de internet que impidan a los clientes la lectura de páginas que contengan palabras consideradas conflictivas mientras aquí nos vamos a tener que obligar a buscar otros filtros para echar de la web a los auténticos energúmenos que malmeten, limitando en más ocasiones de las deseables el libre ejercicio de una mayoría honesta y seria. Unos aguafiestas que seguirán navegando por internet pese a sentencias como la dictada contra Google, pues los verdaderos responsables de la difusión del vídeo vejatorio fueron los ciudadanos que lo grabaron y los que utilizaron la tecnología que le transfirió el buscador para colocar la cinta visible para todos. Siempre habrá un puerto franco, otro portal, otro sitio, otro país, en que los potenciales delincuentes de internet encontrarán acomodo y, con su vil actitud, acabarán limitando los derechos de una gran mayoría fascinada por la preciosa revolución que ha supuesto la red de redes en apenas diez años.