Con todo lo que ha llovido, hoy tocaría seguir hablando de banderas, pero sospecho que el hartazgo de los lectores debe de ser ya considerable. Otros asuntos requieren también un puñetazo encima de la mesa: las mujeres, montones de mujeres, estamos hasta los ovarios de que la clase política haga marrullerías con la cuestión del aborto. Los unos, por torpes --¿a qué viene ponerlo gratis ahora que las arcas están secas?--; los otros, por lo de siempre, por la zafia cerrazón de sacristía.

No pretendo enarbolar una bandera en favor de la interrupción del embarazo; el aborto es una mierda. Solo constatar que he conocido bastantes mujeres que han tenido que pasar por el trance: creyentes y agnósticas, de derechas y rojas, gestantes cuyo feto presentaba malformaciones y otras que no deseaban el bebé. Y, créanme, ninguna de ellas habla de la experiencia con soltura, como si nada, como si acabara de hacerse la manicura. Abierta de piernas en el sumidero --disculpen el lenguaje deliberadamente soez--, durante el legrado a la mujer no solo se le hurga en las entrañas, sino también en la alcoba más íntima de su alma. La ley impone tres días de reflexión antes de un aborto. Me río. Ustedes, señores leguleyos, jamás imaginarán cuántas noches en vela preludian el proceso. Hasta ahora, la mujer que abortaba debía pasar por un examen psiquiátrico; lo de siempre: las loquitas, las inestables, las neurasténicas, las que llevan dentro un agujero llamado matriz, que en griego se decía histeria. No nos hablen de dius, pastillas ni condones; a veces suceden cosas. Me disgustaba que las niñas pudieran abortar sin el consentimiento paterno, pero ese aspecto se ha solventado. Señores políticos, hagan el favor de respetarnos.Periodista