Tuve ocasión de asistir hace cinco años a un concierto de José Antonio Labordeta en la Sala Luz de Gas de Barcelona. El auditorio estaba repleto y José Antonio, vestido de negro y acompañado sólo por su guitarra y un ténue punto de luz, nos regaló sus canciones durante una hora y media. Antes de empezar, nos comentó, con su inconfundible humor y como si de una premonición se tratase, que, a él, le quedaban pocos años en el convento. El repertorio incluía algunas nuevas canciones, pero casi todas las que interpretó, magistralmente por cierto, formaban parte de aquel género que algunos calificaron en tiempos como de "canción protesta"; expresión que hoy nada dice a los más jóvenes. Aquel hombre radiaba optimismo, pero a la vez traslucía una seria nota de melancolía y desencanto, en la más pura línea de los grandes cantautores contemporáneos, como Jacques Brel o Leonard Cohen. Era como si presintiese que el tiempo se le acababa y que aquellos sueños de libertad y solidaridad se habían quedado en algo similar a un edificio inacabado y lleno de aristas incomprensibles. Al final, cuando iba a entonar "He puesto sobre mi mesa- todas las banderas rotas-", nos dijo que seguía siendo necesario cantar este tipo de canciones, infiriendo con ello que, en el fondo, poco habíamos avanzado desde aquellos años cándidos de la transición hacia la democracia, en los que un puñado de jóvenes creían que iban a poder cambiar el mundo, cuando, en realidad, fue el mundo quien los cambió a ellos.

Muchos años antes, el gran médico y teólogo aragonés, Miguel Servet, libró una batalla desigual con el establishment de su época, reclamando para sí y sus contemporáneos una esfera de libertad para poder opinar libremente sobre temas religiosos. Servet se hundió en su propia sabiduría como si fuera una piedra, incapaz de recabar la protección de ninguna ley para ejercer esa libertad que él tan justamente reclamaba. Como sabemos, murió solo y abandonado por todos.

Nos acercamos a dos seres humanos muy diferentes, pero unidos por una misma obsesión: la libertad; y un mismo desencanto: su búsqueda en una noche que parece no acabarse. Ambas experiencias vitales revelan que de nada sirven los grandes conceptos etéreos si no los anclamos firmemente a un conjunto normativo justo que garantice la libertad real de los ciudadanos. En la época que le tocó vivir a Labordeta, España pasó del tardofranquismo a una democracia parlamentaria, simple y llanamente porque los españoles dijeron que querían vivir en paz y en convivencia, superando viejos rencores y odios. Todas aquellas libertades fundamentales, que él tanto reclamó en sus conciertos, se plasmaron en el Título I, Capítulo II, Sección I de la Constitución Española de 1978. Aprendimos a redactar una Constitución para que fuera refrendada por la gran mayoría de los españoles, un mérito sin duda a la luz de la convulsa historia del constitucionalismo español, pero descuidamos que los derechos y libertades fundamentales se refuerzan y mantienen haciendo cumplir las leyes fundamentales en todo el territorio, interpretándolas con fidelidad al espíritu bajo el que fueron aprobadas por los ciudadanos, y garantizando su eficaz y eficiente aplicación a las situaciones reales de los individuos. Una vez más, el constitucionalismo americano nos da lecciones muy preclaras en este sentido.

En el caso de Servet, aquella libertad para disentir que él anheló y reclamó encontraba su sustrato jurídico en las formas y costumbres de los Cristianos primitivos y en los escritos de los antiguos Padres de la Iglesia. Esa costumbre multisecular, verdadera columna vertebral de un "Estado de Derecho" canónico, fue, como muy bien nos enseña Servet en sus escritos, desvirtuada por códigos posteriores que penaban con la muerte la herejía y disensión.

Es cierto que la situación actual, en términos de consagragación de los derechos y libertades fundamentales, difiere mucho de la época en la que vivió Miguel Servet, pero la deriva totalitaria, más o menos soterrada en obscenos ejercicios de ingeniería social y atentados contra las formas de vida más débiles, se percibe nítidamente a lo largo de la historia, llegando hasta nuestros días. Cuando el Estado de Derecho se quiebra, surge el desencanto, y los ciudadanos de a pie ven como sus derechos civiles empiezan a ser vulnerados por los propios poderes públicos.

Aragón tiene una triste tradición que consiste en olvidar rápidamente a los "grandes de la tierra". Debemos ser capaces de revertir esa tendencia para que la memoria del gran cantautor aragonés permanezca en el recuerdo de todos los aragoneses y sea sin solución de continuidad objeto de difusión entre los más jóvenes. Y por ello mismo, cuando dentro de unas semanas el Gobierno de Aragón y el Instituto de Estudios Sijenenses Miguel Servet anuncien el programa oficial para el Año Servet 2011, toda la sociedad aragonesa debe movilizarse y ser consciente de la importancia de esta efeméride para recordar que la libertad y los derechos fundamentales que la sostienen no son un don gratuito. Hay que refrendarlos cada día para de esa forma liberarnos de una sociedad de ciudadanos siervos e inconscientes. Abogado. Director del Instituto de Estudios Sijenenses Miguel Servet