Me sorprenden algunas conductas de conciudadanos que siguen poniendo en peligro lo más importante que tenemos, la vida. Me refiero a las imprudencias que se observan en cuanto sales a la carretera o en la misma ciudad. Ayer se me cabreó un señor mayor porque le pité cuando me obligó a frenar porque pasaba un semáforo en rojo para él. Justo el mismo semáforo del que hace tiempo recogí a otro anciano que pasó por donde no debía y fue atropellado por otro coche que circulaba delante de mí. El abuelo en cuestión llevaba mucha prisa para ir al médico a por recetas y acabó en Urgencias con la cara partida y alguna fractura. Otro ejemplo es el de las fiestas y la presencia de vaquillas y toros. Lo de las vaquillas lo puedo entender. En esencia, el espectáculo consiste en ver cuántos revolcones consigue dar la vaca. Y ya se sabe que si no hay cogidas es un solemne aburrimiento. En mi pueblo, animaban al más bebido a salir al ruedo, sólo para divertir al respetable. Esta afición merecería más análisis, pero lo de cambiar la vaquilla por un toro hecho y derecho, como los que hemos visto este año rompiendo vallados o empitonando y matando a un joven, ebrio por cierto, ya es para hacérselo mirar. Meter un toro en una calle para divertirse es una solemne estupidez, por muy tradicional que sea. Ratón no es un toro sanguinario, es simplemente un toro que se defiende como le mandan sus instintos. El que tiene cerebro para dominar los instintos es el hombre, aunque muchas veces, no lo demostramos. Y así nos va.