Como institución reguladora, el mercado tiene una peculiaridad: supone ganadores y perdedores. Esto vale tanto para las mercancías y servicios como para las personas. Y tratándose de seres humanos, los perdedores del mercado necesitan la ayuda de amigos, familiares o voluntarios; y si estos no llegan, hacen falta instituciones equivalentes al Estado.

¿Quiénes son los perdedores? Hay muchos. Con seguridad los niños y ancianos, los enfermos, los discapacitados, los que carecen de habilidad o de inteligencia, los débiles de carácter o físicamente, y los llamados vagos. Pero hay muchos más: los que no han tenido oportunidades de formarse y los que carecen de medios para desarrollar su talento (el ejemplo de los potenciales pianistas que jamás tendrán un piano); los que han tenido mala suerte o han sido perjudicados por el azar (el ejemplo de los niños abandonados o de las víctimas de un terremoto o de las secuelas de una guerra, de terroristas o de asesinos); y el de quienes por azar, después de haber invertido en un producto y trabajado intensamente, resulta que el clima o unas normas sobre las que él no tiene ninguna responsabilidad, le impiden beneficiarse de lo que han hecho. O los trabajadores que reciben la noticia de un ERE. Y los ejemplos serían interminables.

El caso es que el mercado, junto a sus perdedores, supone injusticias sociales que otros tendrán que solucionar. Y para eso estaría el Estado. Que también es injusto, ya que casi nunca tiene suficientes recursos para llegar a todos, y no suele ayudar más que a sus propios miembros; como las familias a sus hijos y no a los del vecino. Los extranjeros con frecuencia quedarían fuera y algunas veces incluso estando en el mismo territorio.

Hay otros casos de perdedores muy sangrantes: quienes tienen menos oportunidades por haber nacido mujeres, o tener otro color de piel o son hijos de fieles de otra religión o miembros de otra cultura. Hay cosas que no dependen de uno, pero que condicionan su vida y le hacen ser ganador o perdedor (ser flaco en una sociedad que supervalora la gordura, o gordo en un mundo de modelos flacas o flacos).

La humanidad ha intentado paliar el desamparo de los perdedores, aunque también ha existido y existe la tendencia contraria. En la lucha por la vida, los homo faber, los creadores y utilizadores de objetos descubrieron muy pronto que ningún objeto es tan útil y placentero como otro ser humano utilizado como objeto. Y así consiguieron esclavos, se aprovecharon de las mujeres y niños; y de quienes, por la razón que fuere, estaban en una situación de debilidad.

Un gran esfuerzo de racionalidad, durante muchísimos años, ha ido asegurando un sistema de bienestar compensatorio, garantizado por el sector público. Frente a estas garantías existe un mercado puro que va a favorecer a determinadas personas, territorios y naciones, en perjuicio de otros. Los glorificadores del mercado suelen ocultar lo que tiene detrás y en lo que participamos todos, ya que todos podemos estar enfermos o en el paro, todos fuimos niños y somos o seremos viejos; y la mitad de los humanos son mujeres y muchos más pueden ser objeto de discriminaciones por su piel o su cultura. Para eso hacen falta instituciones sanitarias; de formación, cultura e investigación; ayudas para la infancia, pensiones de jubilación, dinero para quienes están en el paro.

En las últimas décadas en aras del mercado, de los mercados, se está dinamitando el modelo europeo de bienestar social. Es cierto que el mercado puede ser importante para separar las buenas de las malas mercancías, las caras de las baratas; y que también la competitividad puede estimular a personas para que intenten mejorar. Sin embargo, esa parte del mercado que calificaríamos de positiva, se convierte en un monstruo si no tiene una limitación y si se debilita la función equilibradora de injusticias sociales que suponen las instituciones públicas. Y el mayor nivel de monstruosidad puede ser aceptar que el mercado sustituya a las personas y a la democracia, en bien de los ganadores que han conseguido acumular más, gracias entre otras cosas a su situación ventajosa, no siempre merecida.

Profesor Emérito de Sociología