Opinión
JUAN MANUEL Aragüés Estragués, Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza
El futuro de la Revolución Bolivariana
Venezuela debe recuperar la política exterior y es superar el chavismo como culto a la personalidad
Es difícil encontrar en los tiempos actuales un proceso político más denigrado que la Revolución Bolivariana de Venezuela y un mandatario más desacreditado que Hugo Chávez. Casi con implacable unanimidad, los medios de comunicación occidentales han coincidido en una línea editorial de demonización de una experiencia política a la que se ha calificado, de manera recurrente, de dictatorial, al tiempo que se procedía a una constante caricaturización de su máximo dirigente. Con esa soberbia que lleva a Europa y EEUU a expedir certificados de pureza democrática, Venezuela merecía siempre el más rotundo de los suspensos. A la Venezuela de Chávez se la ha acusado falsamente desde mantener connivencia con ETA a través de las FARC, hasta de prohibir Los Simpsons. Digo falsamente porque cualquiera que se tome la molestia de seguir el curso de las denuncias podrá comprobar que todas acaban en el mismo basurero, el de una propaganda que no coincide con los hechos.
FRENTE A esas críticas desde nuestras anémicas democracias, desde esa España en la que, a diferencia de Venezuela, donde la inmensa mayoría de los medios de comunicación pertenecen a la oposición, la pluralidad mediática se diluye a pasos agigantados, la realidad es que en Venezuela se está viviendo uno de los experimentos democráticos más potentes de la actualidad, solo parangonable a lo que sucede en otros países de su entorno geográfico e ideológico, como Ecuador y Bolivia. El repaso de la cantidad y calidad de las convocatorias no deja lugar a la menor duda, como ponen de manifiesto, una vez tras otra, los observadores internacionales (por cierto, ¿cuándo nos mandarán observadores a nuestras elecciones, para que comprueben la calidad de nuestra democracia posfranquista?) y los nada sospechosos informes del Centro Carter. Europa debiera mirar con envidia, no con inquina, una participación electoral del 80% de una población a la que se convoca de manera habitual a las urnas.
Sin embargo, esa inquina continúa, amparada en evidentes motivos ideológicos y en camuflados intereses económicos. Resulta lógico que la derecha tradicional repudie un proceso democrático dirigido a conseguir el empoderamiento de las clases populares, cuyo objetivo es que éstas recuperen todo lo que las élites económicas tradicionales les venían expoliando. En ese sentido es fácil entender el apoyo de Aznar al golpe de Estado que se produjo contra Chávez hace unos años. Es preciso escarbar más para entender los ataques desde posiciones mediáticas menos reaccionarias, que responden, en muchas ocasiones, a intereses empresariales en la zona, bien directamente en Venezuela, bien en países vecinos. En todo caso, a ninguno de ellos repugna prostituir la realidad para construir una imagen radicalmente deformada del proceso venezolano.
Dicho esto, y de cara al futuro, entiendo que la Venezuela que sale de las urnas debiera modificar dos cuestiones para hacer más sólida la apuesta por una democracia de nuevo cuño. La primera es huir de un principio que parece haber presidido una parte de su política exterior, aquel que entiende que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Ese principio, profundamente erróneo desde mi punto de vista, ha llevado a una relación de cercanía con países tan alejados de la democracia como Irán, que, aunque solo fuera por la cuestión de la situación de la mujer, debiera ser mirado con enorme reticencia.
Las políticas de alianzas resultan cruciales para construir una nueva orientación política, y en ellas, desde una perspectiva antagonista, no caben sino aquellos que comparten el mismo empeño de construcción de un nuevo orden mundial basado en la democracia, tanto en el interior de los países como en sus relaciones internacionales.
LA SEGUNDA cuestión es superar el chavismo, no como doctrina política, que merece todo mi apoyo, sino como culto a la personalidad. La Revolución Bolivariana ha de aprender de la historia y no caer en los mismos errores del pasado, y uno de ellos es la encarnación de la revolución en un líder, que se perpetúa, se torna imprescindible y llega, incluso, a designar a su sucesor. Chávez es un grandísimo activo de la Revolución, pero esta no puede ser Chávez. Precisamente, la radicalidad democrática del proceso exige una concepción colectiva del liderazgo, no la personalización del mismo. Chávez debiera emplear estos años en promover esa orientación que, por otro lado, es la que garantiza la supervivencia de la Revolución en el futuro.
Las críticas al proceso bolivariano dan sentido a esa vieja máxima que dice: ladran, luego cabalgamos. Los ladridos de los perros de guardia del sistema, de los poderes fácticos, no señalan hacia la ausencia de democracia en Venezuela, pues si fuera ése el motivo, también se denigraría a Arabia Saudí, a Marruecos, a muchos otros países; más bien nos hablan de la peligrosidad para el sistema de un proceso antagonista, que pone en cuestión los modelos autorizados. Eso es lo que el sistema no soporta.
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