El prejuicio de la elección comprensiva, también denominado sesgo retrospectivo, consiste en recordar nuestras propias decisiones como mejores de lo que realmente fueron. Este prejuicio puede afectarnos a todos, pero los políticos, unos más que otros, suelen ser víctima avanzadas de esta falacia cognitiva. Y cada día con más frecuencia, desgraciadamente.

Ocurre, por ejemplo, con las obras hidráulicas de Aragón. Existe el convencimiento mayoritario entre la clase política de que el Pacto del Agua firmado en 1992 para garantizar los usos y aprovechamientos de los caudales de la cuenca del Ebro sigue vigente y no hay que cambiar ni una sola coma. Su valor hasta la fecha ha sido indudable, pues se trataba de un documento de consenso, firmado por todos los partidos representados entonces en las Cortes, que marcaba prioridades hidráulicas en Aragón y comprometía importantes inversiones públicas del Estado. Ahora bien, veinte años después, el escaso cumplimiento de este catálogo de buenas intenciones demuestra que el acuerdo político era condición necesaria pero no suficiente para que en la comunidad se levantarán nuevas presas y se construyeran nuevos canales. A la vista de los paupérrimos resultados, habremos de convenir que el pacto supuestamente redentor para los intereses estratégicos de la comunidad ha pervivido durante dos décadas al ser referenciado y hasta vanagloriado muy por encima de sus limitadísimos efectos reales. Y por eso hay que cambiarlo.

El último ejemplo ha sido la paralización del embalse de Mularroya en la cuenca del río Jalón, tras ser declarado el proyecto ilegal esta misma semana por el Tribunal Supremo tras la denuncia de colectivos de afectados y de ecologistas. Ha acontecido con esta presa lo que ya sucedió con otras obras, como el gran Biscarrués sobre el Gállego, hoy limitado previo acuerdo con los regantes, o Santaliestra, en el Ésera, sustituido por la presa de San Salvador en la zona regable del Canal de Aragón y Cataluña. En la última Comisión de Seguimiento del Pacto del Agua, presidida por el ministro Miguel Arias Cañete en diciembre pasado, se puso de manifiesto que los ritmos inversores seguirán bajo mínimos, y solo Yesa, si los problemas geotécnicos en el entorno de la presa no lo impiden, acumulará presupuestos públicos significativos en los próximos ejercicios que permitan su finalización.

El Pacto del Agua pudo parecernos brillante en su momento, pero hoy está superado por acontecimientos posteriores a su firma. De entrada, por otras decisiones de gran alcance en la planificación hidrológica, especialmente las intentonas trasvasistas de 1993 (Felipe González y las interconexiones entre cuencas diseñadas por Josep Borrell), del 2000 (José María Aznar y la megalomanía del condenado Jaume Matas), y del 2008 (Rodríguez Zapatero y su acuerdo con José Montilla para derivar agua del delta ante la tremenda sequía en Barcelona). Cualquiera de estos trasvases frustrados desfiguró el pacto. También está superado por las carencias presupuestarias y por el colapso jurídico-administrativo sufrido en la tramitación de los proyectos, atenazados los funcionarios de la Confederación Hidrográfica y del ministerio por las constantes amenazas de denuncia. De aquellos lodo vinieron estos barros, y ahí está lo sucedido con la presa de Mularroya para atestiguarlo. Pero el Pacto del Agua está especialmente desvirtuado por la desincronización entre beneficiarios y perjudicados por presas y recrecimientos, al evidenciarse una falta de acuerdo suficiente con las zonas afectadas.

Este es el verdadero estado de salud del Pacto del Agua, y deberían tenerlo claro los políticos firmantes, que se agarran al documento como axioma ignorando que la vulnerabilidad de los trabajos hidráulicos deviene de la falta de consensos territoriales y de la escasa voluntad inversora de los gobiernos centrales, con competencias en las grandes obras de interés general. Si la mayoría política de la comunidad sigue abogando por la construcción de presas y por la mejora de los regadíos y los suministros existentes, como parece el caso oídos los portavoces de los tres principales partidos del arco parlamentario aragonés, PP, PSOE y PAR, sería necesario un acuerdo renovado y mayores consensos. El Gobierno de Marcelino Iglesias lo intentó con tímidos avances; pero del Ejecutivo de Rudi poco se sabe.

Aunque no es el agua el único asunto en el que su Gobierno incurre en el prejucio de elección comprensiva, sí es uno de los más graves. Y no sirve pensar que bastante ha cedido el PP al colocar al frente de la CHE a un delfín aragonesista de José Ángel Biel en un momento en el que las restricciones presupuestarias pueden limitar los conflictos. La presidenta está obligada a liderar ese nuevo escenario de regulación, buscando consensos que se han ido diluyendo con el paso de los años. Aunque de todos es sabido que para liderar hay que querer. Gobernar no es solo administrar herencias débiles y recursos escasos.