Ibercaja acaba de inaugurar una exposición que reúne un doble interés: la de las piezas en sí y la de su significado histórico, unido al ser aragonés en su eclosión renacentista.

La escritora Magdalena Lasala, de cuya mano recorro la muestra, se emociona al evocar la Zaragoza del Renacimiento, una ciudad culta, universal, plena de iniciativa y vida. Con la presencia, o la sombra imperial de Fernando el Católico (el único rey, al paso que vamos, que finalmente no va a ser catalán) y familias emprendedoras como los Santángel o los Zaporta.

Sobre esos nombres y mimbres se contruyó la que es hoy la gran joya de Ibercaja, el Patio de la Infanta, cuyas peripecias, que incluyen su traslado al París decimonónico y su transformación en tienda de antigüedades están sembradas de paradojas y anécdotas. También de misterios y símbolos, como los que sus relieves y capiteles inspiran o reflejan.

En el Patio de la Infanta, incluidos en la muestra Historia y mitos, pueden admirarse, en extraordinario estado de conservación, los tapices flamencos, tejidos en el siglo XVII, de la serie Dido y Eneas. Un festín estético, como todo el barroco y, al mismo tiempo, el trabajo sobrehumano de aquellos heroicos talleres capaces de surtir de artísticas telas, concebidos a la manera de grandes frescos, a las casas reales y nobiliarias de media Europa.

La exposición ofrece asimismo otra interesante serie, ésta sobre soporte de cobre, de óleos dedicados a la saga del Rey David. Las recreaciones bíblicas presentan una intensa dramaturgia escénica reforzada por los brillantes colores, en especial por los tonos rojos de los mantos, de las sangres, que unas veces simbolizan lo sagrado y otras lo profano; ora el cielo o el infierno.

Algunas piezas singulares, muy difíciles de ver, no siendo en una exposición de estas características, ya justificarían la visita a la muestra. Son, por ejemplo, la Virgen con el Niño, de 1560, atribuida a un seguidor de Guillaume Benson; un San Lorenzo de la misma época; la Virgen del Quexigal, así llamada por el nombre de la finca donde la talla fue descubierta; y una Santa Lucía anónima, de taller aragonés, cuya belleza conmueve.

Piezas de arte mobiliario, con incrustaciones en hueso y taracea, grabados y relieves complementan una exposición que hunde sus raíces en el más puro, rico y universal Renacimiento aragonés.