En 1987, el entonces alcalde de Lyón y dirigente de la derecha francesa, Michel Noir, descartó cualquier alianza con el Frente Nacional (FN), con una afirmación rotunda: "Prefiero perder las elecciones a perder el alma", dijo. La frase quedó como referencia en las sinuosas relaciones entre la derecha republicana y el partido ultra. Veintiséis años después, estamos en las mismas, con el agravante de que la tentación de pactar con el FN crece porque el partido, de la mano de Marine Le Pen, es ahora más presentable. El FN ya no lo dirige el padre de Marine, Jean-Marie, el antiguo paracaidista, torturador en Argelia, antisemita y pronazi. Marine es más joven, menos antisemita, con una visión más laica y moderna de los derechos sociales (aborto, homosexualidad, etcétera), aunque posiblemente igual de islamófoba que su progenitor, igual de antieuropea e igual de partidaria de la preferencia nacional frente a la inmigración.

El dilema de la derecha ante los ultras siempre ha sido el mismo: rechazar toda alianza en nombre del pacto republicano, opción que deja el campo libre al FN para que venda a los electores sus propuestas populistas, o acercarse a sus posiciones para tratar de arrebatarle los votos de los desesperados que han dejado de creer en el sistema y se refugian en las promesas de los extremistas. Pero el peligro de asumir las posiciones del FN no solo está en aquello de que los electores al final prefieren el original a la copia, sino en que la aceptación de la política de la extrema derecha la favorece porque la normaliza.

La asunción por Nicolas Sarkozy de las duras posiciones del FN en seguridad e inmigración no le sirvió para ganar la reelección el año pasado, como tampoco han impedido el reciente éxito ultra en las cantonales de Brignoles (sur de Francia) las declaraciones contemporizadoras hacia el FN del actual presidente de la Unión por un Movimiento Popular (UMP), Jean-François Copé, ni las del reformista y más abierto exprimer ministro François Fillon, quien afirmó que en una elección entre un socialista y un miembro del Frente Nacional no había que votar necesariamente al candidato del PS, sino al menos sectario.

Desde que el FN irrumpió en la política francesa en las elecciones europeas de 1984 (10 eurodiputados), el partido de la familia Le Pen no ha dejado de crecer, hasta los 4,3 millones de votos de las presidenciales de 1995 y los 5,5 de las del 2002. Solo en una ocasión, en la elección presidencial que ganó Sarkozy en el 2007, ha funcionado la estrategia de arrimarse al FN para robarle votos. En esa ocasión, Sarkozy le arañó millón y medio de sufragios. Pero ese efecto se diluyó pronto: en las legislativas, el FN volvió a crecer y en las últimas elecciones del mandato de Sarkozy, las cantonales de marzo del 2011, con Marine Le Pen recién elegida al frente del partido, aumentó aún más.

La revitalización del FN se produjo, además, en plena campaña antiislam (denuncia de los minaretes de las mezquitas, prohibición del burka y del niqab), tras la aprobación de más leyes de seguridad y entre nuevas trabas a la inmigración mediante la expulsión de gitanos rumanos y el rechazo a acoger a los tunecinos y libios huidos de sus países en conflicto. Ni la creación de un Ministerio de la Identidad Nacional y la Inmigración sirvió para nada, como no sea para favorecer al FN.

En el otro lado del espectro político, la izquierda republicana, el error se ha cometido por defecto. El PS ha sufrido alergia a abordar las cuestiones de la inseguridad, pero, paralelamente, tampoco ha luchado con eficacia, cuando ha gobernado, contra la catastrófica situación de las banlieues. Esta timidez al afrontar los problemas ha abonado también el crecimiento del FN, al que ahora, sin embargo, se quiere combatir con la misma política con la que ya ha fracasado la derecha.

TODAS las polémicas actuaciones del intrépido ministro del Interior, Manuel Valls, están dirigidas a contener al FN. Él mismo se presenta como el muro que impedirá el crecimiento de la extrema derecha, que ya roza el 40% en algunas citas electorales y amenaza con desplazar a alguno de los dos partidos principales. Ocurre, sin embargo, que Valls, que siempre había defendido sin complejos una política de seguridad más contundente, imita al sarkozysmo en la política sobre la inmigración y practica lo que los socialistas habían criticado desde la oposición (la expulsión de inmigrantes cazados por la policía en la puerta de los colegios, por ejemplo).

La política en la que se sustenta la brutal expulsión de la joven Leonarda Dibrani, detenida en una excursión escolar, provoca desgarros en el PS y es dudoso que frene a Marine Le Pen, aunque, o precisamente por eso, sea aprobada por el 74% de los franceses. Las encuestas son inequívocas, pero cuesta creer que 7 de cada 10 franceses hayan perdido el alma.

Periodista