Tras los movimientos sociales y revoluciones populares de lo que se llamó Primavera árabe, y transcurridos cinco años de la misma, las consecuencias tanto del final de la I Guerra Mundial y el reparto del Imperio Otomano, diseñando unas fronteras arbitrarias por los ingleses y franceses, en 1918, junto con el de II Guerra Mundial en 1945, dejaron un laberinto inestable de países, etnias y sectas religiosas que, setenta años después, muestra un escenario de fanatismo religioso, beligerancia, luchas encarnizadas entre chiís y sunís y aparición de un grupo sanguinario conocido como Califato Islámico, tras el declive de Al Qaeda, que amenaza la paz mundial, y desde luego aumenta exponencialmente los riesgos del terrorismo islámico en Occidente y el llamado mundo libre.

Siria, Irak, Egipto, Libia, Afganistán, Pakistán, y en menor proporción Túnez y Argelia, junto con Irán y su potencial atómico y fundamentalismo religioso, son países en los que el enfrentamiento medieval entre los sucesores de Mahoma, o de su sobrino, aderezados por la riqueza del petróleo, hacen que esta región geoestratégica sea un barril de pólvora, con la mecha atizada tanto por los países occidentales y sus intereses, como por Rusia y China, cada vez más necesitados de recursos energéticos y deseosos de demostrar su poder en el planeta.

En otras épocas de la Historia, la intransigencia y los fanatismos religiosos asolaron Europa, entre interpretaciones del cristianismo, católicos, protestantes, anglicanos, calvinistas, hugonotes, manteniendo guerras y enfrentamientos cruentos entre países y ciudadanos que creían en el mismo Dios, pero cuyas Iglesias, inmersas en temas humanos, políticos y económicos, se configuraban como poderes terrenales, lejanos en su práctica del mandato cristiano.

Resulta imposible repasar la historia del occidente cristiano, desde la Edad Media hasta nuestros días, sin analizar el protagonismo determinante de la Iglesia, como poder terrenal, en las luchas entre países y ciudadanos, conservando y no difundiendo la instrucción y la cultura, y sirviendo al poderoso, lejos de los postulados del cristianismo primitivo, y que tan brillante y definidamente defendió Serveto hasta el suplicio.

El ser humano siempre ha tenido conciencia de uno de los hechos biológicos más claves que existen. Su mortalidad. Y esa sensación de debilidad, temporalidad y muerte, le ha llevado a soñar con la inmortalidad, con otra vida, al concluir la terrenal. Y ahí surgen las religiones, acompañantes de todas las culturas, países y la Historia. Dar al ciudadano mortal la ilusión de otra vida.

Cuando en occidente se produce la Revolución Francesa, y junto con la transformación de la monarquía absoluta en parlamentaria en el Reino Unido, tras cortar Cromwel la cabeza del Estuardo, y en Estados Unidos de América se establecen las bases de la democracia, la religión tiene que reconducir su papel a un campo más espiritual, de contenido social, y fundamentado en el amor al prójimo, la caridad y la solidaridad.

Es el escenario en el que surge el marxismo y la lucha de clases, como respuesta a la desigualdad y la opresión de unos seres humanos por otros. El comunismo materialista fracasa en su utopía y la caída del muro de Berlín y los regímenes comunistas en los países del Este, configuran un movimiento sociológico de relativismo en los valores y sus códigos, basado en el materialismo y la insolidaridad.

En los países del tercer mundo, donde la pobreza, las enfermedades y la desolación de una vida terrenal sin horizonte son el escenario cotidiano, el refugio en una vida posterior llena de bienestar y felicidad se alinea, universalmente, con una figura de ser superior o Dios y un después ilusionante.

Dentro de las religiones monoteístas, el budismo es complejo de definir y sorprendente para las mentes occidentales, donde el éxito y la felicidad están unidos al logro de bienes materiales. Como cultura y religión, se apoya determinantemente en el espíritu, la naturaleza, la meditación, la no agresión.

Otro mundo es el islam que, en un escenario social de pobreza y retraso, carencia de instrucción y de cultura, y con la aparición del petróleo, las desigualdades dramáticas entre clases dirigentes y pueblo, (que no ciudadanos), han favorecido el desarrollo más fanático y violento del islamismo y el terror, hacia los que seguimos siendo infieles en su acepción, imbuidos del fundamentalismo religioso por todos sus imanes y confesiones.

Es por todo esto que las desigualdades sociales de los países islámicos, la ausencia de valores éticos normales, aderezadas con el fanatismo religioso, nos llevan al horizonte actual, lejos de un descontento y reivindicaciones que serían normales, de alguna explosión de violencia, que sería explicable, y claramente a una realidad de terrorismo cruel, que será muy difícil de controlar y antagonizar usando solo la violencia como respuesta.

Los ejemplos de la Historia son tristemente determinantes de que la violencia genera más violencia. Solo con la paz y la concordia como objetivos irrenunciables, y apoyándonos en los valores éticos patognomónicos de los seres humanos, lograremos virar la inquietante realidad actual. Médico