El carácter emprendedor siempre ha constituido una nota destacada en el empresariado autónomo. Es preciso mucho valor para iniciar una andadura de precario futuro, por más que no falten quienes la emprendan como último recurso para sobrevivir a una crisis que les dejó sin un puesto de trabajo estable: después de acudir a toda clase de entrevistas de selección y remitir cientos de currículos, algunos optan por establecer su propio medio de vida. Se enfrentarán entonces a una carrera de obstáculos y trabas administrativas hasta conseguir, con un inmenso derroche de recursos, tiempo y paciencia, los permisos necesarios. Los organismos públicos presumen de apoyar y estimular la iniciativa privada; sin embargo, la triste realidad parece en abierta contradicción con el escenario al que se enfrentan los nuevos aspirantes al empresariado: las presuntas ayudas y beneficios se desvanecen en un brumoso océano, sin que tampoco gocen de mejores perspectivas aquellos emprendedores que, por razones de diversidad funcional, debieran ser acreedores a una discriminación positiva. Tampoco se trata, por supuesto, de saltar por encima de normativas como, entre otras, las de protección medioambiental o de seguridad, sino de agilizar los trámites y hacer más fáciles esos primeros pasos que suelen constituir un amargo viacrucis.

Es muy doloroso el contraste que muestran estos emprendedores, que se juegan sus escasos ahorros y la exigua indemnización por despido, con el deplorable espectáculo brindado por los titulares de tarjetas opacas y otros presuntos privilegios todavía por denunciar: frente al héroe huérfano acechado por mil y un peligros, la carcajada risueña y taimadas maniobras para burlar la justicia. Escritora