Una de las taras de nuestra democracia es el protagonismo que adquieren algunos jueces. Mal que les pese a la mayoría, miembros de la judicatura acaparan titulares de manera creciente. Y aunque a muchos no les quepa el ego por la Puerta del Carmen y se gusten apareciendo en las portadas de los periódicos, lo deseable es que los jueces, como los árbitros en el fútbol, pasen inadvertidos. En un sistema con una separación de poderes menos contaminada políticamente, estos servidores públicos tan solo habrían de llamar nuestra atención en el mero ejercicio de su, por otra parte, imprescindible función. Pero contra esta ingenuidad, chocan varios factores. Por un lado, la proverbial falta de recursos, que eterniza las causas y obliga a los colectivos profesionales a quejarse. Y, por otro, la alargadísima sombra que sobre algunos magistrados proyectan, con más o menos disimulo, los partidos mayoritarios, los sindicatos y hasta la Casa Real. Que se lo pregunten, por ejemplo, a Mercedes Alaya o a José Castro, que inopinadamente --o quizá no tanto, quién sabe--, han ganado una excesiva presencia pública por sus respectivas instrucciones en los casos de los ERE y Nóos. O a Pablo Ruz, que, mientras le dejan, sigue en la Audiencia Nacional el rastro ilegal de los numerosos implicados en la trama Gürtel. Ninguno se ha significado por abrir la boca, pero bien podrían. Porque la presión que reciben supone un ataque a esa independencia que tendría que ampararles a ellos y, por ende, a los ciudadanos.
Periodista