La vieja Zaragoza vio los procesos de renovación y ensanches como operaciones especulativas, negocio y planteamientos estéticos, que destruyó cada vez que creó, y atravesó los sesenta y los setenta haciendo gala de una obsesión por la piqueta, la destrucción del patrimonio y la creación de guetos y colmenas obreras a la luz del desarrollismo. También en la democracia y la ciudad reciente los viejos poderes han marcado su territorio como canes encelados y nos han colocado negocios turbios como propuestas de renovación, ladrillazos infames como la modernidad que nos iba a llevar al siglo XXI, y operaciones ridículas que pagaremos durante décadas y en las que los vecinos y vecinas serán "de segunda" mucho tiempo para asegurar vivienda asequible.

Y casi siempre se ha olvidado el conjunto como si fueran zonas abstraídas de la ciudad que no hubiera que trenzar entre sí, ecosistemas múltiples que cohesionados con el resto hacen crecer en calidad y cantidad a la ciudad, y si no se trenzan, la convierten en conjuntos separados e inconexos que dificultan la convivencia, la mezcla, el aprovechamiento y la sostenibilidad y encarecen servicios y transportes. Esa es una de la definiciones de ciudad, la que va mas allá de las cuadriculas y los negocios para regenerar un ecosistema global donde vivir, trabajar, estudiar, descansar y bailar.

Esos conjuntos no tendrán ningún éxito, excepto en las cuentas corrientes de los ladrilleros, sino asumen que un modelo urbano no se diseña sin gente dentro, sus necesidades y sus espacios públicos donde ejercer los derechos ciudadanos del siglo XXI de felicidad y diversidad, unidos a los derechos básicos materiales y de igualdad para limar las desigualdades de origen. Y desde luego, sin una de las claves de la democracia real que es la participación. Pero la participación como la transparencia son señoras de las que se habla mucho pero a las que nadie invita y, cuando lo hacen, puede haber veneno en la sopa.

Participación es diagnosticar, proponer y decidir juntos. Sin la última acepción será otro de los paripés del márketing político pero no la clave de la construcción de una ciudad democrática. Y aquí no lo estamos haciendo. Con la honrosa excepción del PICH para el casco histórico, aún así alejada de los conjuntos adyacentes por el resto de las políticas.

"La ciudad es un libro que se lee con los pies" canta Quintín Cabrera. Un modo poético de decir que cuanto más subes en las esferas del poder, menos sabes de la ciudad porque las ciudades globales son demasiado complejas para conocerlas al detalle desde arriba y tomar decisiones desde el centro y el aire. Y cuanto más bajas en el compromiso cívico, menos vuelas para poder ver el conjunto. Son las gentes de cada rincón quienes lo conocen, sienten y pueden decidir. Un barrio no es introvertido ni autosuficiente, ni una célula autónoma. Tampoco es un trozo de la ciudad. Es un conjunto que interactúa. Por eso aterran locuras y abandonos como Arcosur, incapacidades como la posExpo y su recinto, o los contenedores culturales brillantes sin continente definido. Urge que los cascos de los barrios obreros diseñen su plan estratégico, desarrollar un concepto de movilidad metropolitano que entienda que Zaragoza llega más allá de Cuarte, La Muela y Huesca, o que los proyectos de renovación no lo son sin objetivos sociales y ambientales.

Las formas siempre transmiten valores. Mientras no seamos todos y todas las que decidíamos qué, cómo y dónde queremos hacer, la ciudad será de otros: del dinero, las oligarquías y los dueños de las cosas.

Periodista y activista. Blog.fernandorivares.com