Hugo Chávez nunca consintió una oposición organizada y eficaz, pero la toleró a su manera, en un intento de mostrar al mundo que Venezuela era un país democrático. Su sucesor, carente de las armas dialécticas del caudillo extinto, no tiene otras para defender aquel legado que la represión pura y dura. El último ejemplo es la detención del alcalde de Caracas, el opositor Antonio Ledezma, acusado de conspiración. Cerca de la mitad de los alcaldes de la oposición (33 de un total de 76) están pendientes de juicio. Leopoldo López, uno de los principales líderes antichavistas, lleva un año en la cárcel. El Gobierno ha dado autorización al Ejército para que use las armas contra los manifestantes. La libertad de prensa es cada día más escasa. Esta escalada represora corre paralela al gravísimo deterioro de la situación económica. En menos de dos años, Nicolás Maduro ha dilapidado la escasa herencia que dejó Chávez. La oposición venezolana nunca se ha distinguido por su unidad, pero ahora es el momento de que deje atrás las rencillas y presente un frente unido contra las arbitrariedades de un Gobierno incapaz.