Esta semana me despido de Polonia después de tres años de intensa transformación para ambos. Una experiencia cargada de recompensas, la mayoría en forma de sonrisas de mis estudiantes, pero también de incertidumbres, que he tratado de interpretar en cada uno de sus gestos. Así, en sus miradas, sus palabras y sus inquietudes he creído ver un reflejo de las nuestras, pero no tanto de la juventud actual española, sino de la mía, de la España de los años 80 y 90. Una generación con la que he encontrado curiosamente más coincidencias a pesar del abismo social, tecnológico y de consumo que nos separa. En la mirada insegura de los alumnos, mezcla de admiración y respeto he reconocido la forma en que nosotros observábamos también un mundo vertiginoso de cambios donde era imposible avistar el destino. En sus palabras y en sus silencios he reconocido la trascendencia que otorgábamos a la educación como medio para colmar nuestras aspiraciones y salvar las diferencias sociales y económicas que sufríamos. En sus inquietudes he reconocido la incertidumbre que sentíamos por un pasado devastado por las guerras y los regímenes totalitarios, pero también las ilusiones que afloraban para participar en la sociedad con la difícil misión de mejorarla. Me ha resultado curioso reconocerme mejor en esas miradas que en las de la juventud española, pero a veces uno encuentra las respuestas donde menos las espera. Vivir en Polonia me ha permitido mirar hacia fuera, pero sobre todo mirar hacia dentro desde la distancia para reinterpretar muchas cosas que me habían pasado desapercibidas y que he tenido la oportunidad de revivirlas ahora, en este viaje de ida y vuelta.