Los de mi generación (nací en 1964) llegamos al final del franquismo con el tiempo justo para dar testimonio de su existencia, pero --salvo aquellos que tuvieran una conciencia política precoz y muy señalada por el historial de sus respectivas familias-- la historia nos reservaba el papel propio de las correas de transmisión: contar a nuestros hermanos menores las gestas de los mayores. Dicho de otro modo: fuimos demasiado jóvenes para correr delante de los grises, pero ahora venimos de demasiado atrás para ignorar los imprescindibles consensos de la democracia, sus costosos equilibrios y sus beneficios, relativos pero indudables.

No pudimos votar la Constitución (yo tenía 14 años en el 78), pero sí compartíamos la euforia colectiva de los años siguientes, cuando nos creíamos la envidia del mundo: éramos por fin europeos (un gran empujón para nuestra autoestima, por mucho que ahora arruguemos la nariz), teníamos acceso a la educación gratuita, a la sanidad universal, podíamos divorciarnos y no necesitábamos viajar a Perpiñán para ver El último tango en París, ni a Londres para abortar. Los representantes de bandos previamente irreconciliables se daban en el Parlamento un apretón de manos que permitió al país respirar aliviado, aunque hoy podamos considerar que con ese gesto se sellaba una rendición.

INCLUSO LOS ingenuos convencidos de que todo aquello fue un logro mayúsculo sabemos que ya no vale para nada. Hasta el acuerdo de convivencia más generoso sucumbe cuando sus firmantes dejan de creer en él. Hemos sustituido en nuestra conciencia colectiva la palabra pacto por pasteleo, convencidos ahora de que aquello no fue un consenso sino una rendición forzada ante el ruido de sables (dirán unos) o frente al tiro en la nuca (los otros). ¿Los pactos de la Moncloa? Una componenda para seguir ordeñando al currante. ¿La alternancia política? Un sistema al servicio del bipartidismo, reflejo de la Restauración.

A quienes desprecian la Constitución como una suma de componendas, solo podemos decirles: ¿hay alguna que no lo sea? ¿Acaso la mera necesidad de redactar una carta magna y someterla a la aprobación de toda la sociedad no revela por sí misma la obligación de pactar? ¿O sea, de renunciar? Cuando lamentamos, por ejemplo, que el reparto autonómico se hiciera bajo el condicionante del café para todos, ¿no estaremos olvidando que no había café para nadie, que bebíamos un asqueroso sucedáneo de chicoria?

Precisamente por defender el valor que tuvo, nos corresponde ahora tirarla a la basura de la historia y redactar otra. Una componenda nueva que obligue a cada sector de nuestra sociedad a renunciar a sus extremos y permita otra vez unas cuantas décadas de eufórico espejismo. Solo que ahora, para seguir avanzando en ese baile, hemos de dar primero un imprescindible paso atrás: es imposible que ningún acuerdo funcione a largo plazo en este país si no se cose antes la herida del franquismo. Todos los demás consensos deberían derivarse de ese.

Aunque no estoy muy seguro, quiero creer que la sociedad española alberga la generosidad moral necesaria para dar ese paso, que implica un necesario reconocimiento, pero también el correspondiente perdón. En cambio, no veo a la clase política demasiado dispuesta a protagonizarlo. Hasta la fecha, todos los intentos de reprobar el franquismo, o de aprobar leyes y recursos que permitan sacar los cadáveres de las cunetas, han partido de la izquierda; la derecha ha respondido a ellos poniéndose a la defensiva, en una actitud miope y pueril porque implica un reconocimiento subliminal de culpa y complicidad.

Cada bando debería echar a lavar sus propios trapos sucios de sangre. Es la derecha quien debe acudir al Parlamento con el sencillísimo mensaje de que la guerra civil se originó en un golpe de Estado tan inaceptable como la indefensión en la que, décadas después, se encuentran todavía sus víctimas.

La izquierda debería responder con generosidad y altitud de miras, reconociendo que la convulsión previa no era exactamente una garantía de convivencia y aceptando que, como en toda guerra, los desmanes se extendieron en los dos bandos.

PACTEN UNA redacción que no resulte inasumible para ninguna de las partes, llévenla al Parlamento, háganse la foto con el consabido apretón de manos y corran luego a obtener el rédito político que corresponde a tan tardío gesto. Y permitan así que encuentre de nuevo el modo de avanzar una sociedad cuyos miembros pueden convivir perfectamente sin preguntar al vecino en qué bando militaba su padre, entre otras cosas porque ya no es el padre, sino el abuelo o el bisabuelo, quien tuvo que disparar un fusil que probablemente no hubiera querido ni sujetar siquiera.

Escritor